Acerca del encuentro y el desencuentro. Palabras que nos remontan a una espera en algún punto previamente acordado con el otro. A una búsqueda intensa del amor perdido, o desconocido. A dos miradas que se cruzan en la multitud, sintiéndose, reconociéndose, amándose. Sin embargo, hoy no haré referencia a nada de esto. Sino más bien a la búsqueda más olvidada y subvaluada de todas: el encuentro con uno mismo.

Hace unas semanas que, sin saber por qué, comencé a sentirme extraña. La alarma fue, un día, en el cual caí asustada en una clínica, con palpitaciones y falta de aire. Llorando en la sala, esperando mi turno, para que un médico de intercambio me dijese que "todo estaba en orden". La mayor y mas evidente alarma de que algo no anda bien: el propio cuerpo. Desde ese domingo, preciso, que estoy atenta a estas pequeñas señales de aquello que no comprendo. A fuerza de cama y tés de tilo, de charlas y evasiones, sigo en pie, sin entender muy bien eso que me anda pasando. Hasta hoy. Recién, hace unos breves instantes, en los cuales algunos resabios de mis años de psicoanálisis, me hicieron atar cabos. Simplemente, de que estoy en duelo, frente a una pérdida que es la propia. 

No puedo dejar de lado que este año para mí fue desorbitante. Varias mudanzas y varios cambios laborales. Una separación que dramaticé por demás. Gente que apareció en mi vida, mientras otra desaparece lentamente. Algunas noticias preocupantes en cuanto a mi familia. Un brusco cambio en mi cuerpo. La desición propia de darle la espalda a un tratamiento que formó parte de mi vida estos últimos tres años. Y sin embargo, distraída en todo esto, en todo el movimiento, pequé de quitarle a cada sacudón la relevancia que en verdad debería de haberle dado. Hoy estoy algo más quieta.  Y, como quien pasa dos días despierto, cae muerto al momento que para un instante, el peso de todo aquello que me hizo tambalear mis estructuras estos últimos meses, cobra su factura.

En el intento desesperado de generar una empatía forzada e imposible con mi ser, anoche, me decoloré el pelo y me teñí de rubio. Claro está, para que quede naranja. Y hoy, espantada, volví a decolorar.. ¡PARA QUE QUEDE MÁS NARANJA! Vuelta a teñir, sigo naranja. Y de camino al cine, con mi ticket en el bolsillito de mi campera, di la vuelta manzana y volví a casa, esta, la nueva, con la sensación de no hallarme en este pelo, para darme cuenta, cruzando Alberdi, que nada de esto tiene que ver con el pelo. Sino con eso mismo, de no hallarme conmigo misma. Con el desencuentro conmigo. Con una pérdida que se asocia al cambio. Porque si bien todos estos cambios fueron en positivo, para mejor, para crecer, no puedo descartar el hecho que para darle lugar a la nueva Zahira, hay que decirle adiós a la vieja. Dejarla morir, lamentar su pérdida, hacer el debido duelo, para luego ver todo lo nuevo, en paz.

Una vez mi analista me dijo, en tiempos de crisis, que un día me iba a despertarme, dándome cuenta que había sol. Y eso pasó. Un día, desperté y había sol. Esta experiencia fue fundamental en mi crecimiento, pues ahora, entiendo que incluso cuando todo se vea oscuro, el sol está por ahí esperando que lo descubra. Como el sol que tengo dentro, que hace que mi pelo se vea como un bello amanecer. Pelo naranja que tendré que llevar con la frente en alto. 

Que lograré llevar, finalmente, al momento que me encuentre después de tanto desencuentro.-