Son las seis de la mañana de un martes cualquiera. Por mi ventana veo la noche apagarse, desapareciendo lentamente, dándole lugar a otro día de frío, de una primavera que aún no se despereza. Por el contrario de el grueso de pobladores de mi ciudad, yo no estoy comenzando, sino terminando mi jornada. Hace unos minutos llegué a mi casa, luego de ocho horas de ausencia. Ya me lavé la cara, los dientes, y me quité la ropa oscura y ajustada para reemplazarla por un bombachón rosa y una musculosa gris clara.

Le abro la canilla a mi sediento gato, y continúo.

Pensaba, de pie en el baño, enfrentada al espejo, con los ojos llenos de agua y jabón, en los ángeles. No en esos querubines sonrosados de rizos amarillos, regordetes, casi desnudos, con alas y boca de cereza. Esos, son puro cuento. Pensaba en los ángeles reales: pequeños enviados del Universo. Casuales, momentáneos, casi ínfimos, pero de una presencia entera y única. Lo pensaba a raíz de una charla que tuve en la cocina de un bar, con una completa desconocida -que, casualmente, llevaba el nombre María de los Ángeles- mientras tomábamos mate. Un intercambio extenso e inesperado que se dio, mágicamente, en un impas de una filmación de un vídeo de una banda amiga. Creo que ella no los conocía, creo que la citó otra persona, no importa, solo fue a bailar frente a las cámaras igual que yo. Lo curioso, es que con esta mujer tuve una conversación esclarecedora, una especie de guía. No hablamos de novios, por primera vez en mucho tiempo no hablé de mi ex ni de mi actual ni del siguiente, y tampoco pregunté, solamente fue más allá, a lo existencial, a lo primitivo, a la búsqueda del YO, ella fue eso mismo, un guía, como un faro que me marcó no el camino, sino LOS caminos, para que pudiera decidir. Lo curioso fue que, al irse, no nos saludamos, se fue volando, fugazmente, solo desapareció. No intercambiamos datos ni contacto. Así como vino, dijo lo que tenía que decir, y partió. Y eso pensaba, recién en mi baño.

Pensaba en todos los ángeles que hemos ido recibiendo a lo largo de nuestro camino. Mujeres como esta que nos han marcado el paso, algún caballero silencioso que desinteresadamente nos cede el asiento en el momento de aplomo, la palabra desprejuiciada de un niño que nos hizo sonreír cuando solo queríamos caer muertos. Los ángeles de nuestra vida, que nunca más volvemos a ver, que nunca sabremos si existen o si simplemente los inventamos, creímos verlos o escucharlos, si los soñamos.

Y pienso, a su vez, mientras me rasco las piernas y unas extrañas ronchas que me salieron, temiendo una reacción alérgica o una plaga de pulgas, cuántas veces he sido ángel para otro, deseando "que estés bien", sonriendo, dando mis extensos monólogos, incluso, marcando caminos, por qué no.

Con esto me retiro. Me pica mucho. Llamaré un médico, mientras pienso que quizás la raza humana no exista, y sólo seamos ángeles eternos.-

Sé que hace mucho tiempo que no escribo. Lo hago ahora por consejo de un amigo, de esos que no son grandes amigos, más bien conocidos, pero que suelen decir lo justo en el momento apropiado. El Universo supo siempre colocar en mi camino gente así. Hoy escribo porque estoy enojada. Es uno de esos días que todo sale mal. Incluso, habiéndome despertado hace solo cuatro horas, y habiéndome quedado en casa todo el tiempo, siento que las cosas salieron mal. Que me dijeron cosas que no me gustaron, que lo que quería hacer no se puede, todo me enoja. Ya sé, soy yo. No son los demás. Es que, me doy cuenta, que recién estoy en ESE momento del duelo: el momento del odio. De la bronca. Es una de las etapas.

La gente me pregunta si lo extraño a Matias. La verdad es que no. Cada vez lo pienso menos. Pasan días enteros sin que lo piense. Ya nadie me pregunta por él. Fui muy clara con mi entorno al decirles que habíamos terminado y que no se hablaba más del asunto. Pero no puedo evitar , cuando se hace presente en el discurso, odiarlo. Odiar haber confiado en el. Odiar haberme entregado tanto. Odiar que vayamos a los mismos lugares los mismos días, y ahora tener que evitarlos, para evitarlo a él. Odiar no poder darle soporte emocional a mi gente porque la sola aparición de Matias a través de la palabra me arruinó el día, y sólo me da ganas de dormir. Odiar no tener ganas de conocer a nadie ni de besar ni de ilusionarme ni de confiar ni de extrañar ni de pensar. Odiar el desorden de mi casa. Odiar la falta de energías para agarrar la pala y la escoba. Odiar que justo ahora mi bici esté rota, y que no tenga el dinero para arreglarla. Odiar no tener dinero para absolutamente nada. Odiar que mi celular no suene en todo el día. Odiar sentirme invadida cuando suena. Odiar mi estado de odio. Odiar.

Sé que es un sentimiento feo. Es un sentimiento que la gente prefiere evitar, pero que es necesario. Es tan válido como cualquier otro, como el amor, como el miedo, como la risa, como tener ganas de hacer pis. Sé, y eso me tranquiliza, que es una de las etapas del duelo. Sé que dura un tiempo y luego viene la siguiente, la indiferencia, para que luego venga la otra, la de recordar con cariño, para luego volver a confiar. Me alegra saber que algunos procesos emocionales son perfectos, pautados y lineales, como el día y la noche. Confío en su suceder pues son naturales, y el Universo es sabio. Pero estoy enojada. Creo que no tengo mas que decir que eso, y me genera más odio. Haberme quedado sin palabras y solo dejarme invadir por el odio.

En fin. Me siento mejor, quizás, un poco.

Hace unos días salí y bebí mucho. Al otro día me sentía fatal. Estaba trabajando y me sentía morir. Tenía sueño, dolor de cabeza, me faltaba el aire. Alguien (otro conocido con las palabras justas) me escribió preguntándome como me sentía. "Me siento muy mal", le dije. Y solo contestó: pues bien, lo bueno es que todavía podés sentir.

Siento odio. Lo bueno, es que todavía puedo sentir.

Estoy viva y saberlo me hace sonreír.-
Me pregunto por qué será que a veces las despedidas son más intensas que algunos encuentros. Más sinceras, más cariñosas, mas enteras. Las despedidas muchas veces son fugaces, otras son largas y emotivas. Algunas sabemos, al momento de vivirlas, que son eso mismo, y otras, pasan desapercibidas, disimuladas en la rutina, en adioses iguales a todos los anteriores y todos los siguientes, descubriendo minutos después, o una vida entera más tarde, que han sido únicos. Las despedidas pueden ser olvidadas o recordadas, pueden ser esperadas o sorpresivas, pueden ser en el momento justo o justo en el momento que no debían ser. Despedimos gente querida con una sonrisa entre los dientes, con un abrazo electrizante, con lágrimas acongojantes e incluso con una indiferencia que asusta. Chau, adiós, hasta luego, que estés bien, que tengas suerte, no me llames más, nos vemos, llamame, hablamos, infinidad de formas, de matices, de cargas. Quizás las despedidas sólo hagan honor a su nombre. Son des-pedidas. No-pedidas. Pocas veces se desean, siempre se viven con algo de nostalgia, sabiendo que al momento que las andamos algo que es parte nuestro se desprende, por un rato o para siempre.

Hoy ha sido un día de despedidas. Despedidas vividas desde mi carne, y otras, como espectador. En el día de hoy nos despedimos, con Matias. Nos despedimos diciendonos las cosas más hermosas que, puedo aventurar, sentimos en estos escasos cuatro meses que nos encontramos. Nos despedimos con lágrimas en los ojos, pero sonriendo, como estoy haciendo ahora, mientras escucho la música que aleatoriamente elige regalarme el aire. Nos despedimos en su casa nueva, hermosa como él, y tan ajena. Una casa que lo representa, finalmente, que logró con tanto esfuerzo, y en donde no pertenezco, y nunca lo haré. Elegimos, los dos, que comparta conmigo ese logro, elegí ponerme feliz por esa noche donde estrenó su cama conmigo, en la que dejé mi escencia, elegimos poblar el aire de su mundo con mis gemidos de placer, y de dolor, sus ronquidos enterrado en mi pecho, algunas sonrisas hundidos en la mirada del otro. Hablamos, mucho, reclamándonos cosas pasadas, pero mucho más aún reconociendo en el otro los esfuerzos y la entrega. Y me fui, de cara al sol, sonriente, como él me pidió, como mi último regalo a esa persona que supo enseñarme cosas que otros no supieron. A esa persona que me dijo, vestido de los mismos colores que yo, cuán increíble y fuerte soy. Esa persona que le pedí que se haga valer, en adelante, que no se deje pisotear, y que aprenda a disfrutar todo lo que tiene, pues lo tiene, hacia afuera y hacia adentro.

Esta misma tarde, en mi empresa, desvincularon a mucha, muchísima gente. Gente que no soy yo, pero que me hizo parte. Gente que aprendió conmigo, gente con quien compartí mis penas de amor y mis noches de exceso. Gente que me enseñó mucho de lo que aprendí ahí dentro, gente que me aconsejó, gente que alguna vez me calló la boca, gente que todos los días supo saludarme con una sonrisa, gente con familias enteras a quien sostener. Gente. Hoy lloré mucho, y vi muchas lagrimas correr fuera, en otras caras, en otros abrazos, en otras almas.

Matias me dijo, hoy, que estaba orgulloso de tener lo que tenía, porque siempre lo había soñado, porque venía de una familia pobre, y hoy, podía tener su casa con todo aquello que quería, con  su amor puesto en cada detalle, en cada libro, en cada puerta, en cada instrumento. Yo le dije que mi familia no había sido pobre, ni rica. Mi familia siempre fue una familia de mujeres fuertes. De mujeres que han despedido hermanos, hijos, amores, hogares, trabajos, mascotas, amigos, padres. Pero mujeres fuertes, que siempre se han sabido levantar, con una sonrisa y los ojos llenos de lágrimas, como ahora mismo, que escucho una canción desconocida que sólo dice "Yo Creo". Una familia de mujeres que saben crear y saben tener fe. Mujeres que creen, y crean. Mi orgullo está en haber nacido en esta familia, y haber aprendido qué, pese a mis defectos, pese a mis pisadas falsas, a mis miserias, siempre pude levantarme.

Ayer me caí de la bicicleta. Me doblé el pie y me lastimé muchísimo la rodilla. Pero me levanté, me sonreí, y seguí andando, como en cada caída. Hoy mi bici se rompió en plena andanza, pero no caí, solo me detuve un segundo. Quizas la vida sea así. Caernos y levantarnos, o quizás solo detenernos. En ambos casos, seguir hacia adelante. Seguir despidiendo hasta que un día nos despidan a nosotros, para siempre.

Ayer brindé, con gente querida, por las caídas y todas las veces que nos hemos sabido levantar. Hoy sonreiré a ello, y a las despedidas, pues sólo desprendiéndose, se puede ir más ligero.


Quizás, despidiéndonos, levantarse nos sea más sencillo.-
En nueve días se vence mi contrato de alquiler. Nueve días para cumplir cinco meses de vivir en esta casa. Cinco meses, pues por un error de tipeo, septiembre fue agosto, como cuando al comprar media docena de huevos uno viene roto y pegoteado al cartón. Cuando entré a este espacio, sabía que sería clave: aquí me encontraría, me descubriría, en la soledad, en el no condicionamiento ajeno, en el tiempo que se sucede a mi merced. El primer mes lo fue. Recuerdo las noches que pasé, sin luz y sin gas, pintando las rojas paredes de un blanco imperfecto, comiendo ensaladas y atún en lata a falta de fuego y ollas, durmiendo incluso en el piso, entre frazadas salpicadas de pintura y almohadones traídos en una bolsa, en mi bicicleta. La casa estaba limpia para mí. No tenía historias contadas, ni olores impregnados, ningún rincón me recordaba a nada y en cada uno de ellos podía desplegar mi imaginación y mi esencia de la manera que quisiera, con aromas avainillados y pequeñas plantas que supieron crecer, mirando mi calle a través de una ventana fantástica. Poco a poco fui poblando esos mundos dentro de mi sistema. Yo, como un sol, nutría y creaba vida en una cortina de baño, un tacho de basura naranja, un placard armado con paciencia y tiempo, un gato que había dejado esperándome dos años atrás. Y así estaba, conociéndome, conociéndonos con este sitio, con este barrio, con nuevas maneras, que eran las aprendidas, apropiadas, modificadas, adaptadas. Pero algo pasó.

Un día me encontré yéndome mucho del lugar que soñé. Yéndome físicamente, pero no siempre. Estando con el cuerpo pero no con el alma ni con la mente. De un momento a otro, mi deseo ya no estaba en buscar dentro de casa, sino en esperar en el afuera, en El Otro. Un Otro que tomó nombre, uno conocido por todos, que hoy no mencionaré. El único que tuvo nombre en este espacio que es mío también, la escritura. Uno que tuvo apodo para luego cobrar identidad, e ir ocupando de a poco, o de repente, espacios donde la única con identidad y nombre era yo misma. Tanto fue creciendo, que yo, de a poco, me fui perdiendo. Y me encontré, de repente, casi cinco meses después, dejando mi deseo de lado, o aún peor, no sabiendo que deseaba.

Es muy difícil el momento en el cual descubrimos que no sabemos quiénes somos, incluso estando en donde pensamos que nos encontraríamos, inclusive teniendo todo aquello que fuimos logrando, los éxitos y las miserias, en el afán de descubrirnos y amarnos y alcanzarnos plenos. Es muy difícil, cierto, pero también es muy revelador. Porque en el momento donde nos damos cuenta que dormimos con un extraño quizás la respuesta sea comenzar a conocerlo para que deje de ser desconocido. La respuesta más simple siempre es la correcta, me dijo ayer un amigo que me regaló el Universo, un amigo que gané y que conservo aún.

Quizás sea tiempo de dejar de ganar y acumular, y comenzar a conocer eso que hemos ido acumulando en los años que nos tocó vivir. Al menos lo es para mí. Hoy decido, empezar a conocerme, para no seguir durmiendo con un extraño, sino conmigo misma, que tanto he ido mutando, esperando conocerme y sorprenderme.

Un día, despertaré plena, abrazada a mi Sol, rodeada de mis mundos en mi propio sistema. Ese día, quizás decida que mi estrella se fusione con otra, para ser más fuertes y luminosos. O tal vez no.


Lo decidiré, pues, a medida que vaya recorriendo mi propio camino.-

Anoche dí una fiesta en casa. Una fiesta que organicé a último momento, con algunos invitados, muchísimas bebidas, y música ecléctica. Fue una fiesta larga que no sabría decir si fue un éxito o una simple reunioncita. La realidad es que la hice, excusada en el cumpleaños de una amiga, pero con otro real motivo, aunque me cueste aceptarlo: demostrarme a mí, a todos, y en especial a él mismo, que puedo vivir sin Matías, y disfrutar.

Ciertamente pude disfrutar sin él. Me negué, al comienzo de la noche, a hablar casi de lo sucedido el último mes, pues estoy cansada que sea el protagonista de mi discurso, aunque hoy me sienta obligada a escribir nuevamente mencionándolo en cada letra y en cada lágrima. Sin embargo, no pude evitar la pregunta de todas -TODAS- mis amigas con las que no tengo un trato cotidiano. ¿Qué pasó al final con Matías?

Con Matías pasó qué, luego de la ruptura, nos seguimos viendo, gracias a mi impulso etílico que me llevó en variados transportes y en variadas oportunidades a su casa, a Makena, a su sala, o donde fuera que él estaba. Lo cierto es que sólo dos días después de haber terminado, estaba en su cama, para estarlo nuevamente al día siguiente, y dos días después  y al otro, y así.. Al comienzo él estaba alerta, asustado, y quizás hasta convencido de que no habría más nada. Pero poco a poco se fue relajando. Yo me relajé, también, y dejé de revolear platos, de reclamarle cosas que no le correspondían, de exigirle. Y por unas semanas estuvimos bien. Por un mes completo, el último mes. No quiero decir que no hayamos tenido diferencias de opiniones, de criterios, o de posturas. Los hemos tenido. Matias tuvo días de mierda. Y yo también, como hoy.

En fin. No quiero hablar más de él. Quiero hablar de mí. Quiero hablar de como, en tan solo una semana, me sorprendieron dos ataques de pánico muy fuertes, en la calle. Uno fue un lunes, caminando, a unas cuadras de mi casa, y el otro, el domingo siguiente -hoy- en Flores, en la calle, en la casa de una amiga, en la parada del colectivo, en el mismísimo colectivo, hasta mi casa en San Cristóbal, donde estoy ahora, con frío, en silencio, con olor a cigarrillo de la fiesta impregnado en todas partes y los muebles distribuidos como nunca antes, esperando cambiar energías y circulaciones de aire. Las dos veces que me ataqué lloré, y mucho. Lloré en espacios públicos frente a gente que podría haber pensado cualquier cosa. Lloré encerrada en mi casa hablándole a mi gato de cosas que no entendíamos ni él ni yo. Y llorando, ahora, decido que un mes sin escribir es demasiado para mí. Decido que estoy angustiada incluso detrás de una fiesta o de estados en Facebook que ni siquiera lo insinúan o de falsos mensajes  y discursos y sonrisas que regalo indiscriminadamente por la vida. Estoy angustiada, moqueando en una casa silenciosa que limpié con lavandina de manera obsesiva, como si quisiera limpiar otra cosa, algo más, que contamina y enferma y desmerece. Quizás esté lejos de la realidad, pero aún así no puedo evitar pensar que aquello que quiero quitar es al mismísimo Matías, porque desde la primera vez que nos rompimos el corazón o que descubrimos que no nos entendemos, ahí mismo, dejó de hacerme bien, para solo entristecerme y condicionarme y no poder disfrutar todo lo que tengo, todo lo que he logrado, que quizás no sea mucho, o no sea tanto, pero para mi lo es. Es mi mundito, Mi Reinado, como supe llamarlo, con banderines de colores y un sillón naranja que espera de brazos abiertos, y una bici que se contorsiona, y un imancito que compré en Madrid y unas mandarinas que compré a diez metros de casa y una guitarra que no se deja afinar por nadie y unas plantitas de calabaza que ayer me halagaron y todo aquello que me hace YO, aunque se me vayan los ojos para por momentos perderlo.  Y así le escribí, hace minutos, diciéndole que lo extrañaba, que estaba enojada con él y conmigo misma, para que me responda, simplemente, "yo también".

Quisiera tener la fortaleza, alguna vez, de retirarme a tiempo. Quizás esta sea la secuela de ser hija de una madre adicta al juego, que llegaba con miles y se iba con un peso para el colectivo. Quizás esté haciendo lo mismo pero en otro lugar, seguir apostando, por mucho más tiempo del que mi cuerpo pueda aguantar en una mesa que no paga, terca, ciega, compulsivamente, creyendo que en algún momento lo hará. Quizás sea momento de darme cuenta que Matias es una mesa que no paga, en la cual estoy poniendo todo lo que tengo, a riesgo de volver caminando, vacía, cansada, para llorar en la cama como hacía ella cuando perdía todo.

De repente, al darme cuenta de esto último, dejé de llorar, no pude seguir el hilo de lo que escribía, me sentí infinitamente cansada, Matías me preguntó si iba a hacer algo (¿con mi noche? ¿con mi vida? ¿con mis ataques de pánico? ¿con las tapas de empanada que tengo en el congelador?), y sentí la necesidad imperiosa de retirarme de esta mesa, de este teclado, de donde sea.


Me he quedado sin palabras. Hasta luego.-
"Nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores.
otra vez a brindar con extraños y a llorar por los mismos dolores"




Es la séptima vez en el día que me largo a llorar. La primera fue la más terrible, porque fue al instante de despertarme, después de responder mails y mensajes laborales, me desplomé, sin siquiera haberme parado de la cama. Y lloré un rato acostada, lloré haciéndome el desayuno, y lloré luego comiendo una tostada, lavándome la cara, y un poco más. Decidí no beber esta noche, aunque sea no de manera inmediata, pues algunas veces ayuda, pero otras oscurece todo aún más.

Ayer terminamos con Matias, y hoy mi casa es un caos. Hay ceniza en el piso, botellas vacías, toallones y ropa tirados por todas partes. Yo parezco una media, tirada también, de a ratos en la cama destendida, de a ratos en la silla, el piso está frío y creo que por eso nomas, lo huyo. Zachín duerme, hace rato lo hacía en el gorro que Mati me devolvió al despedirnos: huele a su perfume de manera siniestra.

Sé que esta decisión tomada conscientemente por él, e inconscientemente por mí, ha sido la correcta. Le rompí el corazón. Lo supe, lo vi, y me lo ha dicho. Pensé, no pude evitarlo, en todos los corazones que rompí, pues quise amar pero no pude. Cosas, pasados, miradas, fueron más fuertes que mi deseo y mi entrega. Hoy lloro por él, por vos, Mati, pero también lloro por todos los otros: Diego, Pato, Nacho, Pablo. Gente que lastimé de diferentes formas y que lo han llevado por distintos caminos, gente que quise mucho pero que hice pagar injustamente los dolores generados por otro, más importante, el padre, el mío, que no supo serlo, como yo no supe ser para aquellos que han querido estar a mi lado.

Hoy quiero pedir perdón. A todos ellos y a todos los demás que no supe cuidar. Gente que está a mi lado en lo cotidiano y desde la distancia, en los abrazos o las palabras, en los retos y los mensajes, las experiencias compartidas y los minutos de escucha. Amores, amantes, amigos, hermanos, a mi madre, a mi gatito que duerme ahora en una silla heredada, que se ha incorporado al escucharme hipar y desgarrarme, que pronto se acercará -ya lo estoy viendo- para mirarme primero y abrazarme a su modo después.

Quiero pedirles de rodillas a todos, con nombre y apellido que me perdonen, que lo intenten al menos, aunque no entiendan, por las malas contestaciones, por los planes cancelados, por los gritos, los llantos, las cachetadas, los platos rotos, llamadas y piernas y manos cortadas, internaciones, parafraseos, negligencias, pasos en falso, reclamos, comparaciones. No me alcanzarían jamás las horas para nombrarlos a todos. Pero saben quienes son. Y quienes lo lean, entiendanme, que yo SÉ todo aquello en lo que estuve errada, aunque no lo haya admitido. Este es mi medio, hoy, y mi espacio. Perdón a todos. Y perdón, Mati, tesoro.

Una vez le dije a Matias que amar también era saber dejar ir. Prontito lo soltaré, su gorro perderá su olor, mi cuerpo su forma, mi recuerdo su voz y sus facciones, mi boca su sabor y mis manos el tacto de su espalda de contrabajo. Mientras tanto, lo lloraré. Se me irá, seguro, la muletilla de mirar por la ventana cada vez que oigo un taxi estacionar, esperando verlo, luminoso, bajarse para encontrarnos.

Seguiré llorando, pues, un poco más.-



Un mensaje

Hace días que estoy triste. Me encanta echarle la culpa a los cambios hormonales. Me libera un poco de la presión. Sin embargo, debo hacerme cargo de lo que realmente me aqueja. Pero estoy en problemas, cuando no sé que es eso que tanto me angustia.

Anoche exploté. Y como siempre cuando exploto, lastimo a los que tengo alrededor. Matias está acá, al ladito, es el primero en ser afectado. Luego siguen mis amigos y amigas, que Dios supo poner en mi camino. A veces les contesto mal, otras veces cancelo planes inesperadamente, las más los preocupo o interrumpo a mitad de la noche con historias a medio contar, descargues kilométricos, conjeturas, análisis rebuscados e idiotas. Y mi familia, que se preocupa y aparece apenas, para que yo me escape. Quizás porque es con ellos con quienes me quiebre finalmente que estoy escapándoles, porque la sociedad espera que una sea fuerte y esté de pie, y crezca en todo sentido y a cada momento, sea independiente y no necesite de nada ni de nadie.

Me apena mucho saber que no puedo dejarme querer. Me cuesta. No entiendo por qué, no sé qué habrá fallado en mi educación o en mi propio aprender. He gastado miles de pesos y de minutos tratando de entender y modificar ciertas conductas. Algunas lo he logrado, con mucho esfuerzo y muchísimo sufrimiento, propio y ajeno. Pero en otras, me siento tan desorientada como cuando comencé a cuestionarme qué me pasaba.

Se me revuelve el estómago. Me doy cuenta que estoy enroscada, enroscadísima, y ya no tiene que ver con el otro, con lo que me da o no. Tiene que ver conmigo. Me pregunto si realmente querré cambiar, o si me da tanto miedo lo desconocido que cuando estoy yendo hacia lo nuevo, lo sano, enseguida freno y salgo corriendo hacia el punto de partida.

Estoy parafraseando, como siempre. Sin decir nada.

Hace no mucho leí un cuento, el último de Abelardo Castillo. La que espera. Habla de una mujer que tiene un hermano, al que dan por muerto. Ella, durante años, sirve su mesa y tiende su cama y lava su ropa, porque sabía que estaba vivo. Finalmente, su hermano aparece, y ella lo mata, pues no pudo salir de su escencia de estar esperando, ahí cuando ya no había nada que esperar. Una vez muerto, siguió sirviendo su mesa, tendiendo su cama, lavando su ropa. Esperándolo. La lectura de este cuento me dejó shockeada, porque supe que era ella. Porque siempre espero algo (alguien) que cuando aparece destruyo para poder seguir esperándolo. Tengo intenciones de enmarcar ese cuento y colgarlo en mi casa. Pues soy yo, en otra historia y en otro tiempo.

La respuesta es que espero a alguien más que no es. Y dándome cuenta de esto, acabo de escribirle un mensaje a mi papá, quien desterré de mi vida desde mis dieciocho años. Y desde entonces, recuerdo su teléfono como si fuera mi nombre y apellido.

Necesito saber. Hay cosas que no sé, y que estoy segura que él si.


Acaba de responder.-

Buika

Matias dice que soy novelera. Se me ocurre pensar que quizás, incluso aquellos que leímos poco, disfrutamos tanto la poesía que no podemos vivir sin ella. Y cuando hablo de vivir, hablo de llevarla encima como modo de vida.

Hoy no siento nada. Nada particular. Un estado extraño que no sabría explicar. Producto de mi incipiente período, de las últimas noches con este muchacho (y días, a no olvidarlos!) que no han sido cien por ciento placenteros. Eso y mucho más me llevan a estar hoy, en casa, escuchando a Buika hace tres horas, a la luz de las velas, tomando vino, fumando, sola en San Cristobal, con la casa caliente, el cuerpo limpio y perfumado, en una cita eterna conmigo misma, con el cuarto coronado apenas por el andar de mi gato y el sonido intermitente de los vehículos en el pavimento de Avenida Independencia. Esta noche preparé una hermosa cena que solo disfruté con mi silencio interno. Ya no tengo dudas ni me pregunto nada. Zachín, mi gato, sale corriendo del baño y sube escandalosamente a mi sillón naranja, nuevo, perfecto. Le pregunto qué pasa y se calma un poco. El cigarrillo se consume de a poco hasta derretir el plástico del teclado sobre el cual lo he apoyado. Recibo por mail el escrito de un colega que de alguna forma misteriosa me respeta.

Quizás esta sensación sea, realmente, en sentirme sola de nuevo, más allá de que alguien esté por venir a casa, el mismo cuerpo que hace dos meses, el mismo ser que tiene mis llaves y un gorro. Me siento sola como aquella vez, hace meses, en la casa anterior, cuando entendí la soledad no como estado del alma ni como forma de vivir, sino como esencia propia de algunos que sabemos que así llegamos y así sabremos irnos.

Buika ha sido una excelente compañía para no esperar nada. Solo dejar pasar las horas y elegir quedarme en casa, con nada y sin ello.

Siento que la historia con Matias llegará a su fin incluso antes de haberla contado. Me escucho en mi discurso hablar de él y con él, y me exaspero. No quiero que nadie se robe mi hablar. No quiero que lo acaparen ni lo pueblen, pues yo soy tierra virgen que espera ser conquistada. Y aquí no hay conquista, queridos lectores. Sólo hay un mientras tanto, y una recaída en la hermosa poesía de una bella mujer que no puede ser amada más que por ella misma. Una mujer que escucha boleros deseando tequila, que respira el humo viciado en el aire del mismo cuarto donde se dejará poseer minutos luego, por un cuerpo, secundario. Que despertará al día siguiente para decir "buen día" con el mismo énfasis al cuerpo que la perforó y al verdulero de abajo de su casa. Una mujer que camine bajo el sol soportando piropos y guarangadas con el mismo rostro que comprará queso untable y leche en cartón barata.


La poesía, mis queridos.-

Post

Un error muy común está asociado con el "estar". La gente tiende a pensar (y me incluyo) que con enviar un mensaje vía celular o vía red social, se está presente. Las condolencias, el cumpleaños, el interés políticamente correcto por un examen, una entrevista laboral, un vínculo amoroso, la salud propia o de un familiar. Pequeñas palabras que no deberían decirse sin un abrazo de por medio, un mate caliente, una caminata extensa y cortísima. Aquellas cosas que nos ha facilitado la tecnología, que a su vez se han llevado la realidad.

A su vez, es común pensar que el "estar" es solamente físico. Olvidamos, muchas veces, que la tecnología no es nuestra cárcel, sino una mano amiga, que no envía mediante ningún emoticón una sonrisa luminosa, pero que reproduce a la perfección la voz, nos transporta a través del tiempo y las distancias, nos cierra el estómago.

Aquí elegimos, todos y cada uno de nosotros, si lo que tenemos, y aún lo que nos falta, nos acercará o nos alejará.

Acabo de decirle a Matias, mediante un mensaje de texto, que finalmente se convirtió en aquello a lo que venía huyéndole: un mero cuerpo en mi cama. Un cuerpo conocido y repetido, como supe decirle. Un cuerpo que sabe qué me gusta pero ignora lo demás. Matias es, lamentablemente, muy relajado. Matias puede irse y conectarse a un nivel envidiable y detestable a su vez, con todo lo demás, olvidándome por completo. Haciéndomelo sentir, al menos. Matias no llama ni escribe, no envía fotos de su perra ni cuenta donde está. No comparte las cosas que hace, no trasmite si me quiere o me desea. Nunca está primero, pero allí está puesto. Supo decirme, hace unos días, que no dejo lugar a las sorpresas. Que en principio escribo, digo cuánto lo quiero, invito. No voy a negarlo, está absolutamente en lo cierto. Matias me genera, como pocos, y como todos, un nivel de ansiedad y malhumor que en principio sólo sentía en su falta, para luego sentirlo incluso, me animo a decir, cuando lo tengo dentro mío. Sé que no es su culpa, o al menos no por completo.  Pero no puedo evitar caer en esa calesita donde el punto de referencia desaparece por completo de mi ángulo de visión, temiendo su desaparición completa, para apenas una vuelta luego encontrarlo de nuevo, hasta lograr confiarme de su pronta aparición, incluso cuando yo no lo veo. Lo que sucede con las relaciones es lo mismo que con los carruseles: frena. Y donde frena, a veces está el otro, felicitándonos por la sortija, y otras, no hay nadie. Quizás mi error fue subirme a la calesita hasta los diez años, y tomar esta recreación como una modalidad de vida y de relación con el otro.

Luego de escribirle a Matias, quité la batería del celular, y pensé en llamarlo. Luego pensé en escuchar una canción, que repetí hasta el cansancio, con un ron puro en un vaso de whisky, con las primeras frases de este escrito resonando en mis sienes, y los dedos temblorosos y desesperados. Y un cigarrillo, claro.

Creo que Matias no me hace bien. Exijo algo que no tiene, y el espera algo que no puedo. En un afán por complacer al otro, estamos dejando de ser, en lugar de dejarnos ser.

Sé que pronto vendrá la despedida. Vendrá con un pañuelo y un gorro tejido que le presté, las llaves de casa, y un abrazo con llanto. Y se irá, mientras mire por la ventana su sonrisa tímida de labios apretados, intentando encontrarme a través de los vidrios espejados de mi hogar, en San Cristóbal, en una noche fría y con niebla, en mi ciudad adorada donde el no nació, mientras miro por debajo de la puerta la rendija de luz, esperando oír sus botas entre estos eternos acordes de cuerdas, ver su sombra, pero no, la luz se apaga, el vaso se vacía, la hoja se termina.


Y como en todo carrusel -calesita- la vuelta comienza de nuevo, justito donde terminó.-
Han pasado ocho días de esa carta. Matías vino, al otro día, con un vino en una mano, y una cerveza fría en la otra. Yo tenía un pollo al horno, y un manojo de nervios que intenté, en vano, disimular guardando cubiertos y hablando de irrelevantes sucesos de ese día. Sé que he perdido el don de contar linealmente las historias. Quizás mi nuevo don sea contarlas desde la no-linealidad. En fin. Vino la noche siguiente, cenamos, hablamos, fumamos, jugamos cartas, tuvimos sexo, bebimos ron, lloramos juntos y separados. Fueron nueve horas de sólo ser, en los treinta y seis metros cuadrados de mi departamento, con olor a jazz y ceniza en el piso. Después de ese día, de esa noche, dormimos casi todas las noches juntos. Mejor aún, despertamos todas las mañanas -los mediodías- juntos. Supo confesarme que vendría, ese lunes, a dar cierre a la historia, esa que aún no les he contado. Supo confesarme a su vez que se dio cuenta que vendría para quedarse, cuando se encontró a sí mismo eligiendo un vino. Eligiendo compartir.

No es eso lo que vengo a contar. Lo que vengo a contarles, mis queridos lectores, es otra cosa. Es algo que no sabría precisar cuándo sucedió. Sólo sé que era de día, que estaba a las corridas armando la cartera, buscando ropa para ir a trabajar, apagando luces y cerrando canillas. Y cuando tomé dinero -que pego vistosamente en la heladera, con un imán francés que, alguna parisina me regaló hace no mucho en Capilla del Monte- que sucedió.: cayó una foto de mi heladera. La tomé y se la dí. "Ésta soy yo", le dije. En la foto, que ahora escondo bajo un libro, y me paro, y la vuelvo a pegar, en este mismo instante, en esa misma heladera, hay un bebé de ojos de botón, besando a una madre de casi cuarenta años, sonriente. Sonrientes las dos. Matías la miró un largo rato, quizás demasiado extenso para una foto familiar, y me la devolvió, con los ojos en risas, sin decir absolutamente nada. Todo continuó.

Fue recién, escuchando a Aristimuño, tomando un vino de veintiséis pesos, lavando tazas y vasos, que la recordé. Pensé qué habría visto este chico, este desconocido e íntimo ser que supo convertirse, en sólo unas semanas, en un buen compañero. UNA NIÑA SONRIENDO. Un beso. Un instante en el génesis de una mujer. Y lavando los últimos cubiertos, pensé, quizás, cómo la vida, el cosmos, el Universo, nos trae al mundo, a la Tierra, la nuestra, y nos deposita de manera aleatoria en un seno familiar, en una cultura, en un tiempo, en un barrio, en una casa, en una realidad social, en un subte, en una cuadra oscura, en un escritorio, en un abrazo, en un cuerpo desnudo, en una cama, en unos acordes, en un grito desgarrador, en una bicicleta, en un atado de cigarrillos, en un cuarto en penumbras, en una copa de vino, en una hoja en blanco, en una historia que son tantas. Pensé, pues, como todo eso y mucho más, nos forma, de la manera que se puede, así como el destino, los astros, el orden universal, disponga. Me pregunto qué tendré que ver con esa niñita, ya de cabellos cortos, con los ojos vidriosos y la sonrisa amplia, al dar un beso. Me pregunto si será eso lo que esta persona, de ojos del tiempo y cicatrices abdominales, de modos felinos y ademanes ambiguos, habrá visto en mí.  No niña ya, sino mujer, sonriente, con ojos vidriosos, besarlo en la mejilla, con el alma completa, con miedos eternos, con las armaduras rendidas y el alma entregada. Pienso, quizás, que vio eso, el minuto entero que observó esa fotografía. Que esa niña era ESTA mujer que se muestra, hoy, solamente, a él mismo.

Ayer le di, a Matias, una llave de mi casa. No las dos: una sola. La primera. Excusada en una facilidad, y amparada por un simbolismo.

Te abro, con dificultad pero, por desición propia, una puerta que no es solamente la de mi casa. Es otra, mística, imperfecta, a medias y completa a su vez. Es la puerta de una historia que, Dios mediante, nos sepa hacer vivir para, con ella, poder crecer.


Buenas noches a todos. Seguiré, con Aristimuño y un malbec, nocturna y expectante, en este barrio hermoso que me sabe alojar.-
Comenzaré esta historia con una carta que ha sido, con un nombre real, con una intriga que develaré pronto, prontísimo.


"Escuchando Héroes del Silencio me decido a escribirte. Con algo de dolor, sí, y con la leve sospecha que, quizás, si me atrevo, y sólo si me atrevo, en un intento de autopreservarme, te borre de todo medio, y haga un corto pero interesante duelo, que me abra a plantearme cosas que aún no he tenido el coraje de siquiera vislumbrar.

Disfruté todo minuto con vos. Desde el conocerte hasta el olvidarte, desde reencontrarte hasta sentirte dentro, desde desear tomar mate a la mañana hasta hablarte en mi entorno, desde hace unos dos meses hasta el minuto mismo en el que leas esto, si es que me atrevo a enviártelo, si es que no lloro esta noche, si es que nunca más nos vemos, aunque tengas unas prendas que quisiera recuperar y aún espere una bandeja para desayunar en la cama. Sin embargo, hoy te pasó algo que noté insantaneamente. Ahora, me pasan otras cosas a mi, que no quisiera que estén acá, pero lo estan, y en mi afán de ser fiel a todo y a todos, pero principalmente a mí misma, no puedo ignorar. Una vez, una persona que conocí, me dijo "dejá de avivar giles". Deseo, irónica y ambíguamente, no estar avivándote con esto. En fín.

Hoy trajiste a mi cama un estado, tuyo, del cual no me hago cargo. Pero con él, trajiste a mi cama a una persona que no conozco, pero que estuvo en mi cabeza todo el día, mas que vos, mas que yo misma, más que mi trabajo, mi casa, mi bicicleta o mi gato. Incluso, parado en esa esquina de Alberti, donde encajabas de manera casi perfecta, como en mi cuerpo, esa persona estaba ahí. Esa persona y esa historia que es la tuya y la ajena, que no es mía pero me inquieta. Esa sensación de no ser pero leer. De quedar encerrada en el cuarto con quién me lastima, queriendo escaparme de aquello que pensé podía dañarme. Aprecio tu intención de hacerme partícipe, pero no lo agradezco. Yo NO soy tu amiga. Tu discurso no me hizo bien, no me hizo parte, no me hizo entender ni me calmó en nada. Matias, yo no quiero vivir acarreando fantasmas ajenos. Yo quiero construir, cada día más siento que lo que construya será en función a mí y no en función a otro. Quizás no pueda siquiera compartirlo, nunca, con nadie, y solo construya una casa con un cuarto. Una casa para mí sola.

No sé bien que quiero decirte. Solo comparto. Solo te hago caso con aquello que me pediste, que no te mienta. No te preocupes, no sería capaz, de mentirte a vos ni mucho menos a mí.

Matias.  Vos me gustás. No de la misma forma que el día que te vi por primera vez, sino de esa y de muchas más. Pero más me quiero a mi misma, y debo cuidarme, porque soy yo quien estará siempre a mi lado. Lamento mucho estar diciéndote esto. Lamentaré borrarte y no barajar más el impulso de escribirte o no hacerlo. No quiero vivir con miedo. No quiero vivir pérdidas que son evitables. No quiero llorar más, no quiero ponerme de mal humor ni dudar ni temer ni pensar ni esperar. No puedo ni quiero. Perdoname. Sos una persona maravillosa. Al menos lo parecés. Quisiera haber podido descansar un poco más a tu lado. Quisiera vivir en la ignorancia. Quisiera que hubieses elegido no hacerme partícipe de ciertos aspectos de tu historia. Quisiera que duermas todas las noches conmigo. Quisiera tantas cosas. Pero con querer no alcanza. No alcanza con querer como "amar", ni con querer como "desear". Parte del querer es saber dejar ir. Vos, evidentemente, no pudiste, y lo entiendo, o al menos eso trato. Son muchos años, la mitad de la vida, miles de momentos y de encuentros y desencuentros. Me siento mínima e insignificante al lado de semejante magnitud. No quiero sentirme así. A veces me haces sentir grandiosa, pero otras, no. No tengo ningún indicio de poder ganar acá. Una leve esperanza, sí, de que no me hagas caso, de que me busques, de que me encuentres, y que te quedes. Esas cosas son fantasiosas. La vida es más cruda y menos guionada.

Lo último, y con esto me retiro. Estoy llorando. Tímidamente, pero lloro. No cualquiera tiene la capacidad de producirle al otro, en tan poco tiempo, algo tan fuerte como lo que me pasa con vos. Sentite orgulloso. NO ES LA PIJA, queda claro. Es otra cosa. Es la esencia. Ya me estoy yendo, pero sigo acá.

Gracias por todo, Mati.


Zahi.-"
Quiero contarles que hace unos meses, un año quizás, una de mis hermanas se enfermó. No recuerdo si lo escribí. Si recuerdo haberlo contado a algunos íntimos. Una de esas enfermedades que todos tememos, que acercan a la muerte, que da frío en la espalda de solo pensar que puede tocarle a cualquiera, independientemente de la vida que lleve, pues a veces ataca a quienes menos se exponen. En fin. No sabría decir cuan gravemente se enfermó. Su enfermedad fue grave, su tratamiento prolongado. Hubieron momentos donde recuerdo haberla llorado, en soledad, o en compañía, casi como si se hubiese ido. Hubieron, también, momentos de negación, donde me hice la tonta (como tantas otras veces, con tantas otras cosas). Malosentendidos, por no hablar con quién realmente sabía (ella). Sesiones de terapia enteras hablando de la pérdida, no sólo la física, sino también la simbólica, la de "ese que es" y que deja de ser.

Recién estaba desnuda, en la cocina de mi casa, pelando un kiwi. Acababa de salir de la ducha. Vestida de Dove, escuchando los saxos de mi alcoba, empecé a pensar. Fue entonces que, habiendo comenzado, una hora atrás, una decena de escritos, sentí el real impulso de escribir, de sentarme en mi silla naranja, con los dedos aún oliendo a fruta, y procesar esto que me aqueja.

Quiero contarles, a su vez, que mi hermana ya no está enferma. Luego de cuarenta y siete días casi consecutivos de exponerse a rayos, y seis meses de invasiva quimioterapia, mi hermana se curó. Eso dicen los médicos, eso dicen las estadísticas y, especialmente, eso dice ella. Sin embargo, algo me ha quedado. Algo que no sabría precisar, algo que me llena los ojos de lágrimas, la faringe de mocos, y me espasma el rostro. Lo que ha quedado, es el miedo. Es el baldazo de realidad. Es el saber que la otra persona hoy está, y mañana, quizás no esté. Tantas veces hablé de las pérdidas, y tantas de los encuentros, que podría resumirse la vida en solamente eso: una sucesión de encuentros y pérdidas. Es el saber lo que me aqueja, si, pero es otra cosa la que quisiera procesar, y es una idea que los últimos días, estuvo mucho en mi discurso, en un bar, en una reunión con mi superior, en mis kilómetros de bicicleta. Mi hermana ya no está enferma. Sin embargo, sigo sufriéndola en silencio y en soledad como si aún lo estuviera.

Hace unos años, yo también me enfermé. Algunos lo saben, otros estuvieron, muchos lo ignoran. Yo me enfermé de otra cosa, pero mis queridos, puedo asegurarles, sufrieron mi enfermedad tanto como hemos sufrido un cáncer ajeno. Incluso cuando me curé, seguían teniendo miedo. Incluso años después, la gente que estuvo ahí, siguió dándome abrazos eternos, susurrándome al oído cuánto me querían y cuán felices eran de ver mis logros. Y yo no lo entendía, no entendía por qué, tanto tiempo después, seguían pensando en eso. Ahora lo entiendo. Ahora puedo entenderlo porque estoy en otro lado, el del espectador expectante. El que se queda en el cine una vez terminada la película, mirando los créditos, esperando el bonus atento, cuando los desprevenidos lo verán parados en el pasillo con el abrigo a medio poner. Es la idea, el miedo, el que se quema con leche que ve la vaca y llora, o que escribe  y llora, tímidamente primero, y luego a borbotones, cual caricatura.


Lo que había hablado, estos días, en el bar con un desconocido, en una reunión con mi jefe, en mi transporte conmigo misma, era la noción de las etiquetas. Pequeños post it mentales que se van colocando desde la primera infancia hasta el segundo anterior e inmediato al presente, que nos condicionan en el actuar, en el sentir, en el temer, en el elegir, en el esperar, en el dejar ir o retener, en el llorar en soledad, escribir desnudo con la estufa al mango, y pegar un salto, de un segundo al otro,  y empezar a caminar.-

Acabo de tomar una decisión fuerte.  Fuertísima. En este miércoles frío de mayo, asomada en mi ventana de San Cristóbal, lo veo al Amante, irse, con sus patas separadas y su espalda larga. Con los ojos llenos de lágrimas, producto del simbolismo que tiene esto, así como de mi incipiente período, le dije, valientemente, que ésta era la despedida.

Poco llegué a contar del Amante. Cierto es que hace unos meses ya nos conocimos, como supe escribir. Cierto es que, la primera semana, nos vimos en reiteradas ocasiones, pasamos citas mágicas y noches extrañas. Recuerdo (recordamos, ambos) la noche de la segunda cita. Fue perfecta. Ambos sabemos, también, que si nunca más nos hubiésemos visto, hubiese sido utópico. Pues fue esa noche, donde, retrasado para retirarme de mi trabajo, me subí a la bici y, enojadísima, comencé a pedalear hacia mi casa (mi antigua casa), para que él me cruce momentos después, frene al costado de avenida Independencia y, luego de mi reclamo horario, cargue a mi bicicleta en su baúl y a mí en el asiento acompañante. Esa noche me llevó a un lugar perfecto, el atelier de un artista, muy cerca de Retiro, un galpón lleno de luces de colores, en el medio de un descampado, plagado de artefactos extraños, música, gatos. Comimos, recuerdo. Yo salmón y creo que él, mejillones. Nos besamos caminando por la sala de exposiciones, un beso hermoso, donde yo era hermosa, él era hermoso, ambos nos veíamos hermosos en esa hermosa noche de un hermoso enero. De ese momento a hoy han pasado tantas cosas, tantísimas. No con él, sino conmigo. El Amante fue, accesoriamente, quien fue apareciendo en mi casa, siempre en noches de lluvia, siempre con dos atados de Marlboro y alguna bebida alcohólica. El Amante siempre se fue por las mañanas sin despertarme, apenas besándome la cavidad del ojo, hacia sus inciertos rumbos, quedándome yo envuelta en mis sábanas azules, abrazada a mi gato o a mi almohada, desnuda. Pero anoche fue diferente.

Anoche no pude. Anoche abrí la puerta y su beso me resultó incómodo, el momento de acostarnos fue retrasado, por mi parte, horas. Y, llegado, le confesé que no podía, que no quería. Me preguntó si se iba, pero se quedó. Esta mañana, desayunamos juntos por primera vez, única y última. Y sentada en la cama, envuelta en mi camisa a cuadros de polar, se lo dije. Que quizás él no lo había entendido. Pero ya no podía. Porque quería, necesitaba, saber que existía una ínfima posibilidad que la persona que use mi cama, use mis forros, y le usurpe la almohada a mi gato, me diera más que eso. No fue un reclamo a su persona, quiero que quede claro. Desde siempre supe que el Amante, a duras penas, podía ser amante. Pero lo entendí, entendí eso que vine gestando estos últimos meses, o este último cuarto de siglo.

Ya no quiero garchar, ni quiero que me garchen. Aunque suceda también. Eso es lo más fácil. Puedo tener, soy consciente  un cuerpo diferente en mi cama cada semana. Pero no quiero eso. Como se lo dije, al otro día, se siente un vacío. Y ya no lo quiero. Quiero compartir otras cosas, quiero saber que está la posibilidad de que pase, aunque finalmente no hablemos nunca más. Recuerdo que me lo dijo este chico, el Amante, una noche de hotel, extrañísima noche.

"Zahira, vos no estás para amante, vos estás para más".

Pensaba, al despedirnos, qué nos habremos aportado el uno al otro. Cada persona deja lo que debe dejar, y sigue su rumbo. Algo le habré dejado, lo aseguro. Y él me ha dejado eso: saber que no solo estoy para más, sino que además, lo deseo.

Y aquí quedé en mi casa, escuchando Prince, en un mediodía frío pero soleado de otoño, sabiendo que necesito ilusionarme. Que no estoy tan oxidada como pensaba. Y que tengo la fortaleza de terminar las cosas que no deseo. Y desear las que, a veces, sienta que no existen.

Crecí, ya sé.-
Volviendo a las bases en un día crítico.

De más está decir que, desde la última vez que me senté a escribir, no solo han pasado días, quizás cien, sino además muchas cosas en mi cabeza, en mi forma de vivir, en mi cuerpo. La historia que comencé a contar, que pronto será relatada con propiedad, la dejaré por ahora a un lado, para comentarles como hoy, unos dos, tres, o cuatro meses después, sentada en mi escritorio laboral, decidí nutrirme de Ad-Lib Blues, música de cabecera para mis dedos curtidos pero achanchados, que intentan formar algo de coherencia en mis palabras para, quizás, lograr darle coherencia a mis días.

Hoy contaré lo siguiente. Contaré como amanecí enojada y con poco tiempo, con mi gato viejo, en mi casa nueva, que con tanto esfuerzo y endeudándome a cinco cifras, logré conseguir. Desayuné y salí a la calle, como todos los días, con mi bicicleta, para dejar la ropa en el lavadero, y seguir camino a mi puesto laboral. En medio del camino, un chongo, posterior al Amante, que no merece mayor nombramiento que éste, me habló vía medio electrónico, para discutirme, boludearme, y enojarme más todavía. Una vez en mi puesto, un compañero me rompió SOBERANAMENTE las pelotas hasta que, a los gritos, me levanté de mi puesto y me dirigí a la calle, para escaparme de este ambiente que me hacía tan mal. Y ahí, cuando me había calmado, con la compra del supermercado en una mano, y el celular en la otra, aguardando cruzar Paseo Colón, un adorado y reverendísimo hijo de puta, me arrebató el teléfono de la mano. Subí a las puteadas limpias al segundo piso del edificio, llamé al 911 desde mi escritorio y, acto seguido, me largué a llorar.

Y lloré.

Esta crónica solo es el preámbulo de lo que realmente me está sucediendo: estoy AGOTADA y SATURADA. Pero sobre todas las cosas, ENOJADA, enojadísima, no se bien con quién ni por qué. Con el amor, con la vida, con las injusticias, con mis deudas, con mis malas decisiones, con las historias que no son y que no han sido, pero tampoco serán, con los chorros, los compañeros que no comprenden, con la gente que no acompaña, con los tacheros que me putean en bicicleta y los pelotudos que me dicen guarangadas hasta que les susurro, bajiiiito pero firme, “te voy a romper todo el auto”. Y con muchísimas cosas más que no sabría identificar, que no sabría mencionar, o que no sabría especificar en los apenas ocho minutos laborales que me quedan hasta el momento que envíe a Supervisión mi productividad, levante el chiquero de mi escritorio, publique estas palabras en Crónicas, y guarde en mi bolso las cosas que compré en el supermercado hoy, mas temprano, antes de que roben mi celular, única conexión con el mundo, y luego de que me peleen tanto los chongos como aquellos que creemos amigos y a duras penas saben ser compañeros.

Quisiera, solamente, sentarme a escribir la noche entera, con mi jazz, mi whisky, y mi cigarro, en la semioscuridad del cuarto que me toque, y creer que, a cada golpeteo en el teclado, mi cabeza esté mas cerca de descansar en paz.

Como he dicho, volviendo a las bases. Cuando hace tres años y mil experiencias atrás, comencé a escribir aquí, enojada con el mundo, escuchando a mi Oscar Peterson, con su fantástico Ad-Lib Blues.-

Venía de muchos días -y noches- de no escribir. Venía escapándole, quizás, bajo la mera excusa de no tener mucho que decir. Como si eso me hubiese bastado alguna vez para cerrar la boca. La realidad, quizás, sea que tengo muchísimo que decir, aunque no lo sepa. Aunque no sepa por donde empezar. Solo diré que, puntualmente, no se de que hablaré.

Sospecho será un buen punto de partida el hablarles de mi Amante. Al Amante lo conocí hace unos diez días, en una de esas maravillosas noches que solo querés salir a divertirte, noches que terminan siendo un eterno pasar de bares, boliches, afters, vasos de birra, abrazos con gente amiga que va apareciendo, ojos entrecerrados. Un suceder de horas y minutos que se resumen en un solo suspiro, que terminan en un lugar lleno de música electrónica y gente rota. Lugar en el cual mi amiga se ata los cordones, entre el tumulto, para ver que alguien pasaba con los suyos, sus cordones, desatados. Lugar y momento en el cual, mientras mi amiga ataba los cordones del desconocido, yo observaba, haciendo quizás el chiste obvio de la mina agachada y cuidado que te atragantás cuando, este desconocido, mi Amante, levanta la cabeza, y yo, cigarrillo en mano, le quemo la nariz, sin querer, para que luego se me pegase cual garrapata, cual goma a las ocho de la mañana. El Amante, pues, me pareció igual a cualquier otro tipo que pude haberme cruzado en cualquier lugar, pero no, el Amante era distinto, no por su belleza, no por su porte ni por sus dotes, sino más bien, como le dije unos días luego en un cuarto de hotel, por su encanto. Y por aquello que con los años y la experiencia aprendemos a valorar realmente: el que nos hagan reír.

Me encontré, pues, una hora más tarde, partiendo, no sin antes darle mi teléfono, no sin antes negarme a dormir con él en ese instante, no porque no me interesase, sino por genuino cansancio y la obligación de asistir a mi trabajo seis horas más tarde, un domingo. Me encontré, a su vez, agotada en un taxi, gestionando con el Amante una cita para el día siguiente, al salir de mi puesto laboral, al cual no iría en bicicleta, por el simple hecho de querer estar bellísima y en óptimas condiciones a la hora del encuentro.

"Contame quien sos", le dije, una vez en el auto, habiéndole mandado por mensaje la patente a mi amiga como medida de seguridad, yendo a cenar. Me dijo su nombre, y de donde era. Qué más, pregunté. Me dijo lo que había estudiado, y a qué se dedicaba. Y que más, pregunté nuevamente. Me habló de su barrio -el mismo en el cual vivo-  y de cuando se mudó a Buenos Aires. Y qué más.









"Y tengo una novia".








Esa noche, dimos comienzo a una intensa semana, en la cual me despojaría de mis prejuicios, de algunos valores, y de la necesidad de hablar con el otro todo el tiempo. Para eso son los amantes. Para eso, el mío, que vi cinco veces en una semana, el Amante, como llamaremos. Un amante que ahora está física y emocionalmente lejos, mientras yo, en un San Valentín como tantos otros, escribo en la oscuridad de mi casa, fumando tabaco, bebiendo cerveza, y escuchando a Johnny Cash.

Los dejaré en suspenso.-

Después de meses, noches, euforias, mentiras autoimpuestas, horas eternas, botellas de vino, alertas del celular, muros, tabaco, algunas lágrimas autoinvocadas, y otras no tanto, finalmente, me animo a reconocerlo, a decirlo. No con las cuerdas vocales cargadas en nódulos, sino más bien con la palabra escrita. Hoy lo digo. Y es que me siento sola. Que estoy sola. Que lo entiendo, finalmente, y, de alguna forma, lo padezco. También, lo compadezco. Entiendo que estoy en silencio, por primera vez, escuchando solamente los sonidos que yo misma produzco, con el cuerpo, de manera voluntaria y también involuntariamente, acompasados suavemente por ese vacío e impersonal murmullo de la ciudad de madrugada, sonido que solo puedo visualizar bajo luces naranjas y nostálgicas. Una soledad que no se alía, por primera vez, a la soltería, a la decisión, a una espera, a un sueño o una comida, a una hora de televisión, ni siquiera a un pensamiento. Una soledad que sí se empareja -con esta elección tan acertada de palabras- a una realidad que será la constante de mi vida y de mi muerte, pues nacemos solos e igual morimos. Lo del medio, hoy, me resulta un mero detalle.

Pienso en otros momentos de soledad en mi historia. O en historias ajenas, contadas, leídas, o imaginadas. Momentos de vacío espacial, momentos de oscuridad, momentos de sangre quizás o miserias. Esta soledad es distinta. Es sufrida, pero no desde lo trágico, sino más bien desde una angustia profunda, profundísima, que me invade a cada momento del día y, aún más, de la noche. Soledad que intento tapar, que intento ignorar, en lugares repletos de ruido, de cuerpos, de anécdotas que quedan luego en una mera ilusión de algo accesorio. De algo para pasar el rato. Para evitar el aburrimiento. Para no oír ese vehículo que se aleja en alguna parte de mi ciudad, el reloj de la cocina marcando cada segundo que se va tachando en mi existir, como en una cárcel donde se tachan los días hasta la libertad. 

Aquí no hay espera. Pues hoy, cuando tan sola me siento, sé que será constante, que será motivo, que será dinámica. Que tengo que entender que así es mi vida, que así será. Que más allá de todo lo que tiene mi gran ciudad para ofrecer, mi juventud, mi cabeza, y mis oportunidades, ESTOY SOLA. Nada sucede, nada pasa, más que el tiempo.

No recuerdo si ya lo mecioné en otra oportunidad. Si les dije mi mayor miedo, una frase repetida hasta el cansancio, armada cual prólogo de la Constitución, aprendida, aprehendida, prendida: "y un día, te despertás y tenés ochenta años, y te das cuenta que no hiciste nada".

Lo dije, pues. Me siento sola. Estoy sola. Me duele mucho, muchísimo, pero es real. Quisiera poder enfrentarme a este dolor como otras veces lo hice, con otros dolores, llorando y durmiendo en ese llanto, para abrir los ojos luego y ver que el día es hermoso.

Me siento sola. Lo bueno, tal vez, es que aún puedo sentir.-

Hoy vine a alimentar el hamster de mi hermana y a regarle las plantas, pues salió de vacaciones unos días y me dejó encargada de esto. Decidí quedarme a dormir aquí, en la casita de Almagro, lugar en el cual viví apenas unos meses, y del cual me fui también hace apenas unos pocos. Sin poder desprenderme del todo de mi posición de individuo ocupante de este espacio, de un momento al otro me encontré limpiando el baño, baldeando la casa, lavando platos, y escuchando jazz. Incluso, desarmando el árbol navideño -casi terminando enero- y fue en ese instante, en el cual casi compulsivamente arrancaba guirnaldas enredadas a bolas brillantes y papás noeles de trapo roñosos, que me puse a pensar en lo siguiente: en la sucesión, valga la redundancia, de sucesos.

Pensaba en la locura de "las fiestas". Locura que prácticamente no viví, pues pasé viajando sola, sin festejo, sin ensalada rusa, sin intercambio de regalos, sin pileta en la casa de algún familiar hospitalario, sin felicitaciones, sin pastito para los camellos ni fuegos artificiales. Desarmando el añejo árbol  pensaba pues en toda esa euforia del comienzo de la etapa de "las fiestas", y en la poca relevancia de su finalización. Gente comprando regalos, comprando duraznos en lata, comprando kilos de asado o pollos para meter al horno, adornos nuevos. Y nadie, absolutamente nadie, viviendo el final de la misma forma que vive el comienzo. Y claro, es sencillo. Las publicidades de Coca Cola con niños sonrientes y trineos, rápidamente fueron cambiadas por publicidades del tipo "llegó el verano", tan bien armadas por diversas compañías cerveceras, de telefonía móvil, de dietas. Publicidades que tan solo una quincena luego son reemplazadas por otras llenas de hermosas mujeres emplumadas, felices, en los carnavales de Gualeguaychú o de Brasil, según el bolsillo del público al que apunten. Las calles porteñas cambiaron, en segundos, sus luces festivas por banderines de colores y escenarios de corsos. Las brillosas guirnaldas ceden su brillo a los trajes de las comparsas y murgas. Euforia que, claramente, desaparecerá sin dejar rastro, para dar lugar, esta vez, al comienzo de clases. Guardapolvos, útiles escolares, mochilas de Hello Kitty, yogures que dan energía a los niños para hacer frente al año lectivo. El alud publicitario será pausado por unos meses, para luego, llegado el invierno, fomentar el teatro infantil, los circos, el stand de Mundo Gaturro en el shopping del Abasto. Y luego, con clima aún haciéndonos dudar entre la campera con corderito o la musculosa flúo, llega la tan ansiada primavera, con la ciudad empapelada de publicidades de condones Tulipán (mis favoritas), espectáculos al aire libre fomentados por el gobierno de turno, y adolescentes hormonales besándose en las calles. Basta solo relajarse unas pocas semanas, para entender que nuevamente estamos en noviembre, sin entender por qué en Coto ya venden árboles navideños y repasadores con motivos verdes y rojos. Aquellos que trabajamos en empresas, ojerosos, vamos pasando parte de la quincena que elegiremos, en esta oportunidad, como período vacacional, para unos minutos luego, jugar al amigo invisible repartiendo regalos, brindar anticipadamente, y volver, cual ciclo menstrual, al comienzo de este párrafo, algo extenso, a brindar por un próspero dos mil bla.

Me pregunto hoy, en un impás en mi ataque de limpieza injustificado, hasta qué punto este desenfreno de momentos pautados y reglamentados, no nos condicionan en nuestro día a día. En el mío, a decir verdad. Pues, hace un año, estaba viviendo en esta casa, la de mi hermana, por primera vez, para a los seis meses comenzar a plantearme un cambio que fue mudanza, a otra, a la casa en la cual habito ahora, la casa de mi amiga. Y apenas seis meses después, el cuerpo, la psiquis, el alma, todas ellas, o ninguna de las anteriores, me piden a gritos un nuevo traslado, a un hogar que sea el mío, solo, pronto, y libre.

Me pregunto entonces, ¿podremos quedarnos quietos, aunque sea por un suspiro, alguna vez?.-

Me costó mucho, muchísimo, sentarme a escribir nuevamente. Numerosas ideas, análisis, conceptos, sensaciones, dolores, escapes, matices, se me han escapado el último mes. Sin embargo, hay algo que no quiero dejar pasar. Algo que pasaré a compartir a continuación.

Bien es sabido -o debería serlo-, que para mi cumpleaños número veinticinco me regalé un viaje a España. A un encuentro que no fue. A compras masivas en las grandes tiendas, tardes de ataques de pánico encerrada en algún hotel, paseos solitarios que me regalaron bellas imágenes, algunas incluso logré plasmarlas fotográficamente. Una sensación de desarraigo muy fuerte. Silencio prolongado, cuerdas vocales en un sueño profundo, profundísimo. Latidos exacervados. Gastritis. Bellos almuerzos sin más compañía que esa virtual que supieron regalarme aquellos seres queridos que soportaron térmicas de cincuenta grados en mi adorada Buenos Aires, mientras yo corría por tierras ibéricas escapando del frío, en pasajes empedrados y góticos, rumbo a un refugio caluroso que me diera el hotel de turno, un café, algún puesto de recuerdos. Nombres como Coruña, León, Vigo, logrados en álbumes de fotos en el Facebook. Ganas de regresar, apunada, sobrevolando el Atlántico. Y todo ese viaje, que fue tan breve y tan infinito, me llevó a un lugar, uno solo, y este lugar el que quiero relatar hoy. Ese lugar que estaba físicamente, pero también espiritualmente, lugar que entiendo, hoy, como "reconocimiento".

Quisiera, sin más rodeos, trasmitir unos minutos en mi vida que sé me han dejado una gran enseñanza. Momento puntual en el cual, el avión, ingresó a mi ciudad. Instante qué, luego de dos semanas en las cuales dependí atrozmente de un gps, a cientos de kilómetros por hora, sobrevolé mis tierras, ingresando, como he dicho, por el Atlántico. Más precisamente, una fugacidad del tiempo en el cual, desde los aires, pude ver las luces eternas de mi Buenos Aires, anaranjadas, nostálgicas, diminutas, perfectamente ordenadas, y desde ese cielo nocturno identifiqué, sin temor a pecar de exagerada, Retiro, Plaza de Mayo, Paseo Colón, mi trabajo, Avenida Independencia, Juan Bautista Alberdi y, finalmente, mi casa.

Solamente ahí, a una altura inconmensurable, sonreí. Pues entendí que de aquí soy, aquí pertenezco, y aquí me quiero quedar. Es en Buenos Aires donde residen mis afectos. Mis sábanas con dibujos de búhos. Mi fiel bicicleta. Mi familia de sangre, y mi familia elegida. Mi lugar en el mundo.

Alguna vez alguien me hablo de la pertenencia, de los lugares. Hoy, yo, lo reproduzco, lo proceso, y lo traduzco. Y puedo decir, sin tapujos, que amo mi país. Que lo reconozco a él, a su gente, a sus ritmos. A sus calles, sus plazas, su aroma, a sus sabores y su clima. Reconozco, a simple vista, las intenciones de quienes lo pueblan, los sarcasmos de quienes lo hablan, y las ilusiones de los ojos con los cuales, quizás por un segundo, me toca cruzar una mirada. Sus abrazos y sus desprecios. Sus monedas y billetes, sus horarios de subte, su lenguaje, sus peatones, ciclistas y conductores. Su latido, amada Argentina.

Pero sobretodo, y lo más importante, a mi misma, en esta tierra generosa que me da hogar.-