Después de meses, noches, euforias, mentiras autoimpuestas, horas eternas, botellas de vino, alertas del celular, muros, tabaco, algunas lágrimas autoinvocadas, y otras no tanto, finalmente, me animo a reconocerlo, a decirlo. No con las cuerdas vocales cargadas en nódulos, sino más bien con la palabra escrita. Hoy lo digo. Y es que me siento sola. Que estoy sola. Que lo entiendo, finalmente, y, de alguna forma, lo padezco. También, lo compadezco. Entiendo que estoy en silencio, por primera vez, escuchando solamente los sonidos que yo misma produzco, con el cuerpo, de manera voluntaria y también involuntariamente, acompasados suavemente por ese vacío e impersonal murmullo de la ciudad de madrugada, sonido que solo puedo visualizar bajo luces naranjas y nostálgicas. Una soledad que no se alía, por primera vez, a la soltería, a la decisión, a una espera, a un sueño o una comida, a una hora de televisión, ni siquiera a un pensamiento. Una soledad que sí se empareja -con esta elección tan acertada de palabras- a una realidad que será la constante de mi vida y de mi muerte, pues nacemos solos e igual morimos. Lo del medio, hoy, me resulta un mero detalle.

Pienso en otros momentos de soledad en mi historia. O en historias ajenas, contadas, leídas, o imaginadas. Momentos de vacío espacial, momentos de oscuridad, momentos de sangre quizás o miserias. Esta soledad es distinta. Es sufrida, pero no desde lo trágico, sino más bien desde una angustia profunda, profundísima, que me invade a cada momento del día y, aún más, de la noche. Soledad que intento tapar, que intento ignorar, en lugares repletos de ruido, de cuerpos, de anécdotas que quedan luego en una mera ilusión de algo accesorio. De algo para pasar el rato. Para evitar el aburrimiento. Para no oír ese vehículo que se aleja en alguna parte de mi ciudad, el reloj de la cocina marcando cada segundo que se va tachando en mi existir, como en una cárcel donde se tachan los días hasta la libertad. 

Aquí no hay espera. Pues hoy, cuando tan sola me siento, sé que será constante, que será motivo, que será dinámica. Que tengo que entender que así es mi vida, que así será. Que más allá de todo lo que tiene mi gran ciudad para ofrecer, mi juventud, mi cabeza, y mis oportunidades, ESTOY SOLA. Nada sucede, nada pasa, más que el tiempo.

No recuerdo si ya lo mecioné en otra oportunidad. Si les dije mi mayor miedo, una frase repetida hasta el cansancio, armada cual prólogo de la Constitución, aprendida, aprehendida, prendida: "y un día, te despertás y tenés ochenta años, y te das cuenta que no hiciste nada".

Lo dije, pues. Me siento sola. Estoy sola. Me duele mucho, muchísimo, pero es real. Quisiera poder enfrentarme a este dolor como otras veces lo hice, con otros dolores, llorando y durmiendo en ese llanto, para abrir los ojos luego y ver que el día es hermoso.

Me siento sola. Lo bueno, tal vez, es que aún puedo sentir.-

Hoy vine a alimentar el hamster de mi hermana y a regarle las plantas, pues salió de vacaciones unos días y me dejó encargada de esto. Decidí quedarme a dormir aquí, en la casita de Almagro, lugar en el cual viví apenas unos meses, y del cual me fui también hace apenas unos pocos. Sin poder desprenderme del todo de mi posición de individuo ocupante de este espacio, de un momento al otro me encontré limpiando el baño, baldeando la casa, lavando platos, y escuchando jazz. Incluso, desarmando el árbol navideño -casi terminando enero- y fue en ese instante, en el cual casi compulsivamente arrancaba guirnaldas enredadas a bolas brillantes y papás noeles de trapo roñosos, que me puse a pensar en lo siguiente: en la sucesión, valga la redundancia, de sucesos.

Pensaba en la locura de "las fiestas". Locura que prácticamente no viví, pues pasé viajando sola, sin festejo, sin ensalada rusa, sin intercambio de regalos, sin pileta en la casa de algún familiar hospitalario, sin felicitaciones, sin pastito para los camellos ni fuegos artificiales. Desarmando el añejo árbol  pensaba pues en toda esa euforia del comienzo de la etapa de "las fiestas", y en la poca relevancia de su finalización. Gente comprando regalos, comprando duraznos en lata, comprando kilos de asado o pollos para meter al horno, adornos nuevos. Y nadie, absolutamente nadie, viviendo el final de la misma forma que vive el comienzo. Y claro, es sencillo. Las publicidades de Coca Cola con niños sonrientes y trineos, rápidamente fueron cambiadas por publicidades del tipo "llegó el verano", tan bien armadas por diversas compañías cerveceras, de telefonía móvil, de dietas. Publicidades que tan solo una quincena luego son reemplazadas por otras llenas de hermosas mujeres emplumadas, felices, en los carnavales de Gualeguaychú o de Brasil, según el bolsillo del público al que apunten. Las calles porteñas cambiaron, en segundos, sus luces festivas por banderines de colores y escenarios de corsos. Las brillosas guirnaldas ceden su brillo a los trajes de las comparsas y murgas. Euforia que, claramente, desaparecerá sin dejar rastro, para dar lugar, esta vez, al comienzo de clases. Guardapolvos, útiles escolares, mochilas de Hello Kitty, yogures que dan energía a los niños para hacer frente al año lectivo. El alud publicitario será pausado por unos meses, para luego, llegado el invierno, fomentar el teatro infantil, los circos, el stand de Mundo Gaturro en el shopping del Abasto. Y luego, con clima aún haciéndonos dudar entre la campera con corderito o la musculosa flúo, llega la tan ansiada primavera, con la ciudad empapelada de publicidades de condones Tulipán (mis favoritas), espectáculos al aire libre fomentados por el gobierno de turno, y adolescentes hormonales besándose en las calles. Basta solo relajarse unas pocas semanas, para entender que nuevamente estamos en noviembre, sin entender por qué en Coto ya venden árboles navideños y repasadores con motivos verdes y rojos. Aquellos que trabajamos en empresas, ojerosos, vamos pasando parte de la quincena que elegiremos, en esta oportunidad, como período vacacional, para unos minutos luego, jugar al amigo invisible repartiendo regalos, brindar anticipadamente, y volver, cual ciclo menstrual, al comienzo de este párrafo, algo extenso, a brindar por un próspero dos mil bla.

Me pregunto hoy, en un impás en mi ataque de limpieza injustificado, hasta qué punto este desenfreno de momentos pautados y reglamentados, no nos condicionan en nuestro día a día. En el mío, a decir verdad. Pues, hace un año, estaba viviendo en esta casa, la de mi hermana, por primera vez, para a los seis meses comenzar a plantearme un cambio que fue mudanza, a otra, a la casa en la cual habito ahora, la casa de mi amiga. Y apenas seis meses después, el cuerpo, la psiquis, el alma, todas ellas, o ninguna de las anteriores, me piden a gritos un nuevo traslado, a un hogar que sea el mío, solo, pronto, y libre.

Me pregunto entonces, ¿podremos quedarnos quietos, aunque sea por un suspiro, alguna vez?.-

Me costó mucho, muchísimo, sentarme a escribir nuevamente. Numerosas ideas, análisis, conceptos, sensaciones, dolores, escapes, matices, se me han escapado el último mes. Sin embargo, hay algo que no quiero dejar pasar. Algo que pasaré a compartir a continuación.

Bien es sabido -o debería serlo-, que para mi cumpleaños número veinticinco me regalé un viaje a España. A un encuentro que no fue. A compras masivas en las grandes tiendas, tardes de ataques de pánico encerrada en algún hotel, paseos solitarios que me regalaron bellas imágenes, algunas incluso logré plasmarlas fotográficamente. Una sensación de desarraigo muy fuerte. Silencio prolongado, cuerdas vocales en un sueño profundo, profundísimo. Latidos exacervados. Gastritis. Bellos almuerzos sin más compañía que esa virtual que supieron regalarme aquellos seres queridos que soportaron térmicas de cincuenta grados en mi adorada Buenos Aires, mientras yo corría por tierras ibéricas escapando del frío, en pasajes empedrados y góticos, rumbo a un refugio caluroso que me diera el hotel de turno, un café, algún puesto de recuerdos. Nombres como Coruña, León, Vigo, logrados en álbumes de fotos en el Facebook. Ganas de regresar, apunada, sobrevolando el Atlántico. Y todo ese viaje, que fue tan breve y tan infinito, me llevó a un lugar, uno solo, y este lugar el que quiero relatar hoy. Ese lugar que estaba físicamente, pero también espiritualmente, lugar que entiendo, hoy, como "reconocimiento".

Quisiera, sin más rodeos, trasmitir unos minutos en mi vida que sé me han dejado una gran enseñanza. Momento puntual en el cual, el avión, ingresó a mi ciudad. Instante qué, luego de dos semanas en las cuales dependí atrozmente de un gps, a cientos de kilómetros por hora, sobrevolé mis tierras, ingresando, como he dicho, por el Atlántico. Más precisamente, una fugacidad del tiempo en el cual, desde los aires, pude ver las luces eternas de mi Buenos Aires, anaranjadas, nostálgicas, diminutas, perfectamente ordenadas, y desde ese cielo nocturno identifiqué, sin temor a pecar de exagerada, Retiro, Plaza de Mayo, Paseo Colón, mi trabajo, Avenida Independencia, Juan Bautista Alberdi y, finalmente, mi casa.

Solamente ahí, a una altura inconmensurable, sonreí. Pues entendí que de aquí soy, aquí pertenezco, y aquí me quiero quedar. Es en Buenos Aires donde residen mis afectos. Mis sábanas con dibujos de búhos. Mi fiel bicicleta. Mi familia de sangre, y mi familia elegida. Mi lugar en el mundo.

Alguna vez alguien me hablo de la pertenencia, de los lugares. Hoy, yo, lo reproduzco, lo proceso, y lo traduzco. Y puedo decir, sin tapujos, que amo mi país. Que lo reconozco a él, a su gente, a sus ritmos. A sus calles, sus plazas, su aroma, a sus sabores y su clima. Reconozco, a simple vista, las intenciones de quienes lo pueblan, los sarcasmos de quienes lo hablan, y las ilusiones de los ojos con los cuales, quizás por un segundo, me toca cruzar una mirada. Sus abrazos y sus desprecios. Sus monedas y billetes, sus horarios de subte, su lenguaje, sus peatones, ciclistas y conductores. Su latido, amada Argentina.

Pero sobretodo, y lo más importante, a mi misma, en esta tierra generosa que me da hogar.-