Venía de muchos días -y noches- de no escribir. Venía escapándole, quizás, bajo la mera excusa de no tener mucho que decir. Como si eso me hubiese bastado alguna vez para cerrar la boca. La realidad, quizás, sea que tengo muchísimo que decir, aunque no lo sepa. Aunque no sepa por donde empezar. Solo diré que, puntualmente, no se de que hablaré.

Sospecho será un buen punto de partida el hablarles de mi Amante. Al Amante lo conocí hace unos diez días, en una de esas maravillosas noches que solo querés salir a divertirte, noches que terminan siendo un eterno pasar de bares, boliches, afters, vasos de birra, abrazos con gente amiga que va apareciendo, ojos entrecerrados. Un suceder de horas y minutos que se resumen en un solo suspiro, que terminan en un lugar lleno de música electrónica y gente rota. Lugar en el cual mi amiga se ata los cordones, entre el tumulto, para ver que alguien pasaba con los suyos, sus cordones, desatados. Lugar y momento en el cual, mientras mi amiga ataba los cordones del desconocido, yo observaba, haciendo quizás el chiste obvio de la mina agachada y cuidado que te atragantás cuando, este desconocido, mi Amante, levanta la cabeza, y yo, cigarrillo en mano, le quemo la nariz, sin querer, para que luego se me pegase cual garrapata, cual goma a las ocho de la mañana. El Amante, pues, me pareció igual a cualquier otro tipo que pude haberme cruzado en cualquier lugar, pero no, el Amante era distinto, no por su belleza, no por su porte ni por sus dotes, sino más bien, como le dije unos días luego en un cuarto de hotel, por su encanto. Y por aquello que con los años y la experiencia aprendemos a valorar realmente: el que nos hagan reír.

Me encontré, pues, una hora más tarde, partiendo, no sin antes darle mi teléfono, no sin antes negarme a dormir con él en ese instante, no porque no me interesase, sino por genuino cansancio y la obligación de asistir a mi trabajo seis horas más tarde, un domingo. Me encontré, a su vez, agotada en un taxi, gestionando con el Amante una cita para el día siguiente, al salir de mi puesto laboral, al cual no iría en bicicleta, por el simple hecho de querer estar bellísima y en óptimas condiciones a la hora del encuentro.

"Contame quien sos", le dije, una vez en el auto, habiéndole mandado por mensaje la patente a mi amiga como medida de seguridad, yendo a cenar. Me dijo su nombre, y de donde era. Qué más, pregunté. Me dijo lo que había estudiado, y a qué se dedicaba. Y que más, pregunté nuevamente. Me habló de su barrio -el mismo en el cual vivo-  y de cuando se mudó a Buenos Aires. Y qué más.









"Y tengo una novia".








Esa noche, dimos comienzo a una intensa semana, en la cual me despojaría de mis prejuicios, de algunos valores, y de la necesidad de hablar con el otro todo el tiempo. Para eso son los amantes. Para eso, el mío, que vi cinco veces en una semana, el Amante, como llamaremos. Un amante que ahora está física y emocionalmente lejos, mientras yo, en un San Valentín como tantos otros, escribo en la oscuridad de mi casa, fumando tabaco, bebiendo cerveza, y escuchando a Johnny Cash.

Los dejaré en suspenso.-