Quiero contarles que hace unos meses, un año quizás, una de mis hermanas se enfermó. No recuerdo si lo escribí. Si recuerdo haberlo contado a algunos íntimos. Una de esas enfermedades que todos tememos, que acercan a la muerte, que da frío en la espalda de solo pensar que puede tocarle a cualquiera, independientemente de la vida que lleve, pues a veces ataca a quienes menos se exponen. En fin. No sabría decir cuan gravemente se enfermó. Su enfermedad fue grave, su tratamiento prolongado. Hubieron momentos donde recuerdo haberla llorado, en soledad, o en compañía, casi como si se hubiese ido. Hubieron, también, momentos de negación, donde me hice la tonta (como tantas otras veces, con tantas otras cosas). Malosentendidos, por no hablar con quién realmente sabía (ella). Sesiones de terapia enteras hablando de la pérdida, no sólo la física, sino también la simbólica, la de "ese que es" y que deja de ser.

Recién estaba desnuda, en la cocina de mi casa, pelando un kiwi. Acababa de salir de la ducha. Vestida de Dove, escuchando los saxos de mi alcoba, empecé a pensar. Fue entonces que, habiendo comenzado, una hora atrás, una decena de escritos, sentí el real impulso de escribir, de sentarme en mi silla naranja, con los dedos aún oliendo a fruta, y procesar esto que me aqueja.

Quiero contarles, a su vez, que mi hermana ya no está enferma. Luego de cuarenta y siete días casi consecutivos de exponerse a rayos, y seis meses de invasiva quimioterapia, mi hermana se curó. Eso dicen los médicos, eso dicen las estadísticas y, especialmente, eso dice ella. Sin embargo, algo me ha quedado. Algo que no sabría precisar, algo que me llena los ojos de lágrimas, la faringe de mocos, y me espasma el rostro. Lo que ha quedado, es el miedo. Es el baldazo de realidad. Es el saber que la otra persona hoy está, y mañana, quizás no esté. Tantas veces hablé de las pérdidas, y tantas de los encuentros, que podría resumirse la vida en solamente eso: una sucesión de encuentros y pérdidas. Es el saber lo que me aqueja, si, pero es otra cosa la que quisiera procesar, y es una idea que los últimos días, estuvo mucho en mi discurso, en un bar, en una reunión con mi superior, en mis kilómetros de bicicleta. Mi hermana ya no está enferma. Sin embargo, sigo sufriéndola en silencio y en soledad como si aún lo estuviera.

Hace unos años, yo también me enfermé. Algunos lo saben, otros estuvieron, muchos lo ignoran. Yo me enfermé de otra cosa, pero mis queridos, puedo asegurarles, sufrieron mi enfermedad tanto como hemos sufrido un cáncer ajeno. Incluso cuando me curé, seguían teniendo miedo. Incluso años después, la gente que estuvo ahí, siguió dándome abrazos eternos, susurrándome al oído cuánto me querían y cuán felices eran de ver mis logros. Y yo no lo entendía, no entendía por qué, tanto tiempo después, seguían pensando en eso. Ahora lo entiendo. Ahora puedo entenderlo porque estoy en otro lado, el del espectador expectante. El que se queda en el cine una vez terminada la película, mirando los créditos, esperando el bonus atento, cuando los desprevenidos lo verán parados en el pasillo con el abrigo a medio poner. Es la idea, el miedo, el que se quema con leche que ve la vaca y llora, o que escribe  y llora, tímidamente primero, y luego a borbotones, cual caricatura.


Lo que había hablado, estos días, en el bar con un desconocido, en una reunión con mi jefe, en mi transporte conmigo misma, era la noción de las etiquetas. Pequeños post it mentales que se van colocando desde la primera infancia hasta el segundo anterior e inmediato al presente, que nos condicionan en el actuar, en el sentir, en el temer, en el elegir, en el esperar, en el dejar ir o retener, en el llorar en soledad, escribir desnudo con la estufa al mango, y pegar un salto, de un segundo al otro,  y empezar a caminar.-

Acabo de tomar una decisión fuerte.  Fuertísima. En este miércoles frío de mayo, asomada en mi ventana de San Cristóbal, lo veo al Amante, irse, con sus patas separadas y su espalda larga. Con los ojos llenos de lágrimas, producto del simbolismo que tiene esto, así como de mi incipiente período, le dije, valientemente, que ésta era la despedida.

Poco llegué a contar del Amante. Cierto es que hace unos meses ya nos conocimos, como supe escribir. Cierto es que, la primera semana, nos vimos en reiteradas ocasiones, pasamos citas mágicas y noches extrañas. Recuerdo (recordamos, ambos) la noche de la segunda cita. Fue perfecta. Ambos sabemos, también, que si nunca más nos hubiésemos visto, hubiese sido utópico. Pues fue esa noche, donde, retrasado para retirarme de mi trabajo, me subí a la bici y, enojadísima, comencé a pedalear hacia mi casa (mi antigua casa), para que él me cruce momentos después, frene al costado de avenida Independencia y, luego de mi reclamo horario, cargue a mi bicicleta en su baúl y a mí en el asiento acompañante. Esa noche me llevó a un lugar perfecto, el atelier de un artista, muy cerca de Retiro, un galpón lleno de luces de colores, en el medio de un descampado, plagado de artefactos extraños, música, gatos. Comimos, recuerdo. Yo salmón y creo que él, mejillones. Nos besamos caminando por la sala de exposiciones, un beso hermoso, donde yo era hermosa, él era hermoso, ambos nos veíamos hermosos en esa hermosa noche de un hermoso enero. De ese momento a hoy han pasado tantas cosas, tantísimas. No con él, sino conmigo. El Amante fue, accesoriamente, quien fue apareciendo en mi casa, siempre en noches de lluvia, siempre con dos atados de Marlboro y alguna bebida alcohólica. El Amante siempre se fue por las mañanas sin despertarme, apenas besándome la cavidad del ojo, hacia sus inciertos rumbos, quedándome yo envuelta en mis sábanas azules, abrazada a mi gato o a mi almohada, desnuda. Pero anoche fue diferente.

Anoche no pude. Anoche abrí la puerta y su beso me resultó incómodo, el momento de acostarnos fue retrasado, por mi parte, horas. Y, llegado, le confesé que no podía, que no quería. Me preguntó si se iba, pero se quedó. Esta mañana, desayunamos juntos por primera vez, única y última. Y sentada en la cama, envuelta en mi camisa a cuadros de polar, se lo dije. Que quizás él no lo había entendido. Pero ya no podía. Porque quería, necesitaba, saber que existía una ínfima posibilidad que la persona que use mi cama, use mis forros, y le usurpe la almohada a mi gato, me diera más que eso. No fue un reclamo a su persona, quiero que quede claro. Desde siempre supe que el Amante, a duras penas, podía ser amante. Pero lo entendí, entendí eso que vine gestando estos últimos meses, o este último cuarto de siglo.

Ya no quiero garchar, ni quiero que me garchen. Aunque suceda también. Eso es lo más fácil. Puedo tener, soy consciente  un cuerpo diferente en mi cama cada semana. Pero no quiero eso. Como se lo dije, al otro día, se siente un vacío. Y ya no lo quiero. Quiero compartir otras cosas, quiero saber que está la posibilidad de que pase, aunque finalmente no hablemos nunca más. Recuerdo que me lo dijo este chico, el Amante, una noche de hotel, extrañísima noche.

"Zahira, vos no estás para amante, vos estás para más".

Pensaba, al despedirnos, qué nos habremos aportado el uno al otro. Cada persona deja lo que debe dejar, y sigue su rumbo. Algo le habré dejado, lo aseguro. Y él me ha dejado eso: saber que no solo estoy para más, sino que además, lo deseo.

Y aquí quedé en mi casa, escuchando Prince, en un mediodía frío pero soleado de otoño, sabiendo que necesito ilusionarme. Que no estoy tan oxidada como pensaba. Y que tengo la fortaleza de terminar las cosas que no deseo. Y desear las que, a veces, sienta que no existen.

Crecí, ya sé.-