"Nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores.
otra vez a brindar con extraños y a llorar por los mismos dolores"




Es la séptima vez en el día que me largo a llorar. La primera fue la más terrible, porque fue al instante de despertarme, después de responder mails y mensajes laborales, me desplomé, sin siquiera haberme parado de la cama. Y lloré un rato acostada, lloré haciéndome el desayuno, y lloré luego comiendo una tostada, lavándome la cara, y un poco más. Decidí no beber esta noche, aunque sea no de manera inmediata, pues algunas veces ayuda, pero otras oscurece todo aún más.

Ayer terminamos con Matias, y hoy mi casa es un caos. Hay ceniza en el piso, botellas vacías, toallones y ropa tirados por todas partes. Yo parezco una media, tirada también, de a ratos en la cama destendida, de a ratos en la silla, el piso está frío y creo que por eso nomas, lo huyo. Zachín duerme, hace rato lo hacía en el gorro que Mati me devolvió al despedirnos: huele a su perfume de manera siniestra.

Sé que esta decisión tomada conscientemente por él, e inconscientemente por mí, ha sido la correcta. Le rompí el corazón. Lo supe, lo vi, y me lo ha dicho. Pensé, no pude evitarlo, en todos los corazones que rompí, pues quise amar pero no pude. Cosas, pasados, miradas, fueron más fuertes que mi deseo y mi entrega. Hoy lloro por él, por vos, Mati, pero también lloro por todos los otros: Diego, Pato, Nacho, Pablo. Gente que lastimé de diferentes formas y que lo han llevado por distintos caminos, gente que quise mucho pero que hice pagar injustamente los dolores generados por otro, más importante, el padre, el mío, que no supo serlo, como yo no supe ser para aquellos que han querido estar a mi lado.

Hoy quiero pedir perdón. A todos ellos y a todos los demás que no supe cuidar. Gente que está a mi lado en lo cotidiano y desde la distancia, en los abrazos o las palabras, en los retos y los mensajes, las experiencias compartidas y los minutos de escucha. Amores, amantes, amigos, hermanos, a mi madre, a mi gatito que duerme ahora en una silla heredada, que se ha incorporado al escucharme hipar y desgarrarme, que pronto se acercará -ya lo estoy viendo- para mirarme primero y abrazarme a su modo después.

Quiero pedirles de rodillas a todos, con nombre y apellido que me perdonen, que lo intenten al menos, aunque no entiendan, por las malas contestaciones, por los planes cancelados, por los gritos, los llantos, las cachetadas, los platos rotos, llamadas y piernas y manos cortadas, internaciones, parafraseos, negligencias, pasos en falso, reclamos, comparaciones. No me alcanzarían jamás las horas para nombrarlos a todos. Pero saben quienes son. Y quienes lo lean, entiendanme, que yo SÉ todo aquello en lo que estuve errada, aunque no lo haya admitido. Este es mi medio, hoy, y mi espacio. Perdón a todos. Y perdón, Mati, tesoro.

Una vez le dije a Matias que amar también era saber dejar ir. Prontito lo soltaré, su gorro perderá su olor, mi cuerpo su forma, mi recuerdo su voz y sus facciones, mi boca su sabor y mis manos el tacto de su espalda de contrabajo. Mientras tanto, lo lloraré. Se me irá, seguro, la muletilla de mirar por la ventana cada vez que oigo un taxi estacionar, esperando verlo, luminoso, bajarse para encontrarnos.

Seguiré llorando, pues, un poco más.-



Un mensaje

Hace días que estoy triste. Me encanta echarle la culpa a los cambios hormonales. Me libera un poco de la presión. Sin embargo, debo hacerme cargo de lo que realmente me aqueja. Pero estoy en problemas, cuando no sé que es eso que tanto me angustia.

Anoche exploté. Y como siempre cuando exploto, lastimo a los que tengo alrededor. Matias está acá, al ladito, es el primero en ser afectado. Luego siguen mis amigos y amigas, que Dios supo poner en mi camino. A veces les contesto mal, otras veces cancelo planes inesperadamente, las más los preocupo o interrumpo a mitad de la noche con historias a medio contar, descargues kilométricos, conjeturas, análisis rebuscados e idiotas. Y mi familia, que se preocupa y aparece apenas, para que yo me escape. Quizás porque es con ellos con quienes me quiebre finalmente que estoy escapándoles, porque la sociedad espera que una sea fuerte y esté de pie, y crezca en todo sentido y a cada momento, sea independiente y no necesite de nada ni de nadie.

Me apena mucho saber que no puedo dejarme querer. Me cuesta. No entiendo por qué, no sé qué habrá fallado en mi educación o en mi propio aprender. He gastado miles de pesos y de minutos tratando de entender y modificar ciertas conductas. Algunas lo he logrado, con mucho esfuerzo y muchísimo sufrimiento, propio y ajeno. Pero en otras, me siento tan desorientada como cuando comencé a cuestionarme qué me pasaba.

Se me revuelve el estómago. Me doy cuenta que estoy enroscada, enroscadísima, y ya no tiene que ver con el otro, con lo que me da o no. Tiene que ver conmigo. Me pregunto si realmente querré cambiar, o si me da tanto miedo lo desconocido que cuando estoy yendo hacia lo nuevo, lo sano, enseguida freno y salgo corriendo hacia el punto de partida.

Estoy parafraseando, como siempre. Sin decir nada.

Hace no mucho leí un cuento, el último de Abelardo Castillo. La que espera. Habla de una mujer que tiene un hermano, al que dan por muerto. Ella, durante años, sirve su mesa y tiende su cama y lava su ropa, porque sabía que estaba vivo. Finalmente, su hermano aparece, y ella lo mata, pues no pudo salir de su escencia de estar esperando, ahí cuando ya no había nada que esperar. Una vez muerto, siguió sirviendo su mesa, tendiendo su cama, lavando su ropa. Esperándolo. La lectura de este cuento me dejó shockeada, porque supe que era ella. Porque siempre espero algo (alguien) que cuando aparece destruyo para poder seguir esperándolo. Tengo intenciones de enmarcar ese cuento y colgarlo en mi casa. Pues soy yo, en otra historia y en otro tiempo.

La respuesta es que espero a alguien más que no es. Y dándome cuenta de esto, acabo de escribirle un mensaje a mi papá, quien desterré de mi vida desde mis dieciocho años. Y desde entonces, recuerdo su teléfono como si fuera mi nombre y apellido.

Necesito saber. Hay cosas que no sé, y que estoy segura que él si.


Acaba de responder.-

Buika

Matias dice que soy novelera. Se me ocurre pensar que quizás, incluso aquellos que leímos poco, disfrutamos tanto la poesía que no podemos vivir sin ella. Y cuando hablo de vivir, hablo de llevarla encima como modo de vida.

Hoy no siento nada. Nada particular. Un estado extraño que no sabría explicar. Producto de mi incipiente período, de las últimas noches con este muchacho (y días, a no olvidarlos!) que no han sido cien por ciento placenteros. Eso y mucho más me llevan a estar hoy, en casa, escuchando a Buika hace tres horas, a la luz de las velas, tomando vino, fumando, sola en San Cristobal, con la casa caliente, el cuerpo limpio y perfumado, en una cita eterna conmigo misma, con el cuarto coronado apenas por el andar de mi gato y el sonido intermitente de los vehículos en el pavimento de Avenida Independencia. Esta noche preparé una hermosa cena que solo disfruté con mi silencio interno. Ya no tengo dudas ni me pregunto nada. Zachín, mi gato, sale corriendo del baño y sube escandalosamente a mi sillón naranja, nuevo, perfecto. Le pregunto qué pasa y se calma un poco. El cigarrillo se consume de a poco hasta derretir el plástico del teclado sobre el cual lo he apoyado. Recibo por mail el escrito de un colega que de alguna forma misteriosa me respeta.

Quizás esta sensación sea, realmente, en sentirme sola de nuevo, más allá de que alguien esté por venir a casa, el mismo cuerpo que hace dos meses, el mismo ser que tiene mis llaves y un gorro. Me siento sola como aquella vez, hace meses, en la casa anterior, cuando entendí la soledad no como estado del alma ni como forma de vivir, sino como esencia propia de algunos que sabemos que así llegamos y así sabremos irnos.

Buika ha sido una excelente compañía para no esperar nada. Solo dejar pasar las horas y elegir quedarme en casa, con nada y sin ello.

Siento que la historia con Matias llegará a su fin incluso antes de haberla contado. Me escucho en mi discurso hablar de él y con él, y me exaspero. No quiero que nadie se robe mi hablar. No quiero que lo acaparen ni lo pueblen, pues yo soy tierra virgen que espera ser conquistada. Y aquí no hay conquista, queridos lectores. Sólo hay un mientras tanto, y una recaída en la hermosa poesía de una bella mujer que no puede ser amada más que por ella misma. Una mujer que escucha boleros deseando tequila, que respira el humo viciado en el aire del mismo cuarto donde se dejará poseer minutos luego, por un cuerpo, secundario. Que despertará al día siguiente para decir "buen día" con el mismo énfasis al cuerpo que la perforó y al verdulero de abajo de su casa. Una mujer que camine bajo el sol soportando piropos y guarangadas con el mismo rostro que comprará queso untable y leche en cartón barata.


La poesía, mis queridos.-

Post

Un error muy común está asociado con el "estar". La gente tiende a pensar (y me incluyo) que con enviar un mensaje vía celular o vía red social, se está presente. Las condolencias, el cumpleaños, el interés políticamente correcto por un examen, una entrevista laboral, un vínculo amoroso, la salud propia o de un familiar. Pequeñas palabras que no deberían decirse sin un abrazo de por medio, un mate caliente, una caminata extensa y cortísima. Aquellas cosas que nos ha facilitado la tecnología, que a su vez se han llevado la realidad.

A su vez, es común pensar que el "estar" es solamente físico. Olvidamos, muchas veces, que la tecnología no es nuestra cárcel, sino una mano amiga, que no envía mediante ningún emoticón una sonrisa luminosa, pero que reproduce a la perfección la voz, nos transporta a través del tiempo y las distancias, nos cierra el estómago.

Aquí elegimos, todos y cada uno de nosotros, si lo que tenemos, y aún lo que nos falta, nos acercará o nos alejará.

Acabo de decirle a Matias, mediante un mensaje de texto, que finalmente se convirtió en aquello a lo que venía huyéndole: un mero cuerpo en mi cama. Un cuerpo conocido y repetido, como supe decirle. Un cuerpo que sabe qué me gusta pero ignora lo demás. Matias es, lamentablemente, muy relajado. Matias puede irse y conectarse a un nivel envidiable y detestable a su vez, con todo lo demás, olvidándome por completo. Haciéndomelo sentir, al menos. Matias no llama ni escribe, no envía fotos de su perra ni cuenta donde está. No comparte las cosas que hace, no trasmite si me quiere o me desea. Nunca está primero, pero allí está puesto. Supo decirme, hace unos días, que no dejo lugar a las sorpresas. Que en principio escribo, digo cuánto lo quiero, invito. No voy a negarlo, está absolutamente en lo cierto. Matias me genera, como pocos, y como todos, un nivel de ansiedad y malhumor que en principio sólo sentía en su falta, para luego sentirlo incluso, me animo a decir, cuando lo tengo dentro mío. Sé que no es su culpa, o al menos no por completo.  Pero no puedo evitar caer en esa calesita donde el punto de referencia desaparece por completo de mi ángulo de visión, temiendo su desaparición completa, para apenas una vuelta luego encontrarlo de nuevo, hasta lograr confiarme de su pronta aparición, incluso cuando yo no lo veo. Lo que sucede con las relaciones es lo mismo que con los carruseles: frena. Y donde frena, a veces está el otro, felicitándonos por la sortija, y otras, no hay nadie. Quizás mi error fue subirme a la calesita hasta los diez años, y tomar esta recreación como una modalidad de vida y de relación con el otro.

Luego de escribirle a Matias, quité la batería del celular, y pensé en llamarlo. Luego pensé en escuchar una canción, que repetí hasta el cansancio, con un ron puro en un vaso de whisky, con las primeras frases de este escrito resonando en mis sienes, y los dedos temblorosos y desesperados. Y un cigarrillo, claro.

Creo que Matias no me hace bien. Exijo algo que no tiene, y el espera algo que no puedo. En un afán por complacer al otro, estamos dejando de ser, en lugar de dejarnos ser.

Sé que pronto vendrá la despedida. Vendrá con un pañuelo y un gorro tejido que le presté, las llaves de casa, y un abrazo con llanto. Y se irá, mientras mire por la ventana su sonrisa tímida de labios apretados, intentando encontrarme a través de los vidrios espejados de mi hogar, en San Cristóbal, en una noche fría y con niebla, en mi ciudad adorada donde el no nació, mientras miro por debajo de la puerta la rendija de luz, esperando oír sus botas entre estos eternos acordes de cuerdas, ver su sombra, pero no, la luz se apaga, el vaso se vacía, la hoja se termina.


Y como en todo carrusel -calesita- la vuelta comienza de nuevo, justito donde terminó.-