Me pregunto por qué será que a
veces las despedidas son más intensas que algunos encuentros. Más sinceras, más
cariñosas, mas enteras. Las despedidas muchas veces son fugaces, otras son
largas y emotivas. Algunas sabemos, al momento de vivirlas, que son eso mismo,
y otras, pasan desapercibidas, disimuladas en la rutina, en adioses iguales a
todos los anteriores y todos los siguientes, descubriendo minutos después, o
una vida entera más tarde, que han sido únicos. Las despedidas pueden ser
olvidadas o recordadas, pueden ser esperadas o sorpresivas, pueden ser en el
momento justo o justo en el momento que no debían ser. Despedimos gente querida
con una sonrisa entre los dientes, con un abrazo electrizante, con lágrimas
acongojantes e incluso con una indiferencia que asusta. Chau, adiós, hasta
luego, que estés bien, que tengas suerte, no me llames más, nos vemos, llamame,
hablamos, infinidad de formas, de matices, de cargas. Quizás las despedidas
sólo hagan honor a su nombre. Son des-pedidas. No-pedidas. Pocas veces se
desean, siempre se viven con algo de nostalgia, sabiendo que al momento que las
andamos algo que es parte nuestro se desprende, por un rato o para siempre.
Hoy ha sido un día de despedidas.
Despedidas vividas desde mi carne, y otras, como espectador. En el día de hoy
nos despedimos, con Matias. Nos despedimos diciendonos las cosas más hermosas
que, puedo aventurar, sentimos en estos escasos cuatro meses que nos
encontramos. Nos despedimos con lágrimas en los ojos, pero sonriendo, como
estoy haciendo ahora, mientras escucho la música que aleatoriamente elige
regalarme el aire. Nos despedimos en su casa nueva, hermosa como él, y tan ajena.
Una casa que lo representa, finalmente, que logró con tanto esfuerzo, y en
donde no pertenezco, y nunca lo haré. Elegimos, los dos, que comparta conmigo
ese logro, elegí ponerme feliz por esa noche donde estrenó su cama conmigo, en
la que dejé mi escencia, elegimos poblar el aire de su mundo con mis gemidos de
placer, y de dolor, sus ronquidos enterrado en mi pecho, algunas sonrisas
hundidos en la mirada del otro. Hablamos, mucho, reclamándonos cosas pasadas,
pero mucho más aún reconociendo en el otro los esfuerzos y la entrega. Y me
fui, de cara al sol, sonriente, como él me pidió, como mi último regalo a esa
persona que supo enseñarme cosas que otros no supieron. A esa persona que me
dijo, vestido de los mismos colores que yo, cuán increíble y fuerte soy. Esa
persona que le pedí que se haga valer, en adelante, que no se deje pisotear, y
que aprenda a disfrutar todo lo que tiene, pues lo tiene, hacia afuera y hacia
adentro.
Esta misma tarde, en mi empresa,
desvincularon a mucha, muchísima gente. Gente que no soy yo, pero que me hizo
parte. Gente que aprendió conmigo, gente con quien compartí mis penas de amor y
mis noches de exceso. Gente que me enseñó mucho de lo que aprendí ahí dentro,
gente que me aconsejó, gente que alguna vez me calló la boca, gente que todos
los días supo saludarme con una sonrisa, gente con familias enteras a quien
sostener. Gente. Hoy lloré mucho, y vi muchas lagrimas correr fuera, en otras
caras, en otros abrazos, en otras almas.
Matias me dijo, hoy, que estaba
orgulloso de tener lo que tenía, porque siempre lo había soñado, porque venía
de una familia pobre, y hoy, podía tener su casa con todo aquello que quería,
con su amor puesto en cada detalle, en
cada libro, en cada puerta, en cada instrumento. Yo le dije que mi familia no
había sido pobre, ni rica. Mi familia siempre fue una familia de mujeres
fuertes. De mujeres que han despedido hermanos, hijos, amores, hogares, trabajos,
mascotas, amigos, padres. Pero mujeres fuertes, que siempre se han sabido
levantar, con una sonrisa y los ojos llenos de lágrimas, como ahora mismo, que
escucho una canción desconocida que sólo dice "Yo Creo". Una familia
de mujeres que saben crear y saben tener fe. Mujeres que creen, y crean. Mi
orgullo está en haber nacido en esta familia, y haber aprendido qué, pese a mis
defectos, pese a mis pisadas falsas, a mis miserias, siempre pude levantarme.
Ayer me caí de la bicicleta. Me
doblé el pie y me lastimé muchísimo la rodilla. Pero me levanté, me sonreí, y
seguí andando, como en cada caída. Hoy mi bici se rompió en plena andanza, pero
no caí, solo me detuve un segundo. Quizas la vida sea así. Caernos y
levantarnos, o quizás solo detenernos. En ambos casos, seguir hacia adelante.
Seguir despidiendo hasta que un día nos despidan a nosotros, para siempre.
Ayer brindé, con gente querida,
por las caídas y todas las veces que nos hemos sabido levantar. Hoy sonreiré a
ello, y a las despedidas, pues sólo desprendiéndose, se puede ir más ligero.
Quizás, despidiéndonos, levantarse
nos sea más sencillo.-