Han pasado ocho días de esa
carta. Matías vino, al otro día, con un vino en una mano, y una cerveza fría en
la otra. Yo tenía un pollo al horno, y un manojo de nervios que intenté, en
vano, disimular guardando cubiertos y hablando de irrelevantes sucesos de ese
día. Sé que he perdido el don de contar linealmente las historias. Quizás mi
nuevo don sea contarlas desde la no-linealidad. En fin. Vino la noche siguiente,
cenamos, hablamos, fumamos, jugamos cartas, tuvimos sexo, bebimos ron, lloramos
juntos y separados. Fueron nueve horas de sólo ser, en los treinta y seis
metros cuadrados de mi departamento, con olor a jazz y ceniza en el piso. Después
de ese día, de esa noche, dormimos casi todas las noches juntos. Mejor aún,
despertamos todas las mañanas -los mediodías- juntos. Supo confesarme que
vendría, ese lunes, a dar cierre a la historia, esa que aún no les he contado.
Supo confesarme a su vez que se dio cuenta que vendría para quedarse, cuando se
encontró a sí mismo eligiendo un vino. Eligiendo compartir.
No es eso lo que vengo a contar.
Lo que vengo a contarles, mis queridos lectores, es otra cosa. Es algo que no
sabría precisar cuándo sucedió. Sólo sé que era de día, que estaba a las
corridas armando la cartera, buscando ropa para ir a trabajar, apagando luces y
cerrando canillas. Y cuando tomé dinero -que pego vistosamente en la heladera,
con un imán francés que, alguna parisina me regaló hace no mucho en Capilla del
Monte- que sucedió.: cayó una foto de mi heladera. La tomé y se la dí.
"Ésta soy yo", le dije. En la foto, que ahora escondo bajo un libro,
y me paro, y la vuelvo a pegar, en este mismo instante, en esa misma heladera,
hay un bebé de ojos de botón, besando a una madre de casi cuarenta años,
sonriente. Sonrientes las dos. Matías la miró un largo rato, quizás demasiado
extenso para una foto familiar, y me la devolvió, con los ojos en risas, sin
decir absolutamente nada. Todo continuó.
Fue recién, escuchando a
Aristimuño, tomando un vino de veintiséis pesos, lavando tazas y vasos, que la
recordé. Pensé qué habría visto este chico, este desconocido e íntimo ser que
supo convertirse, en sólo unas semanas, en un buen compañero. UNA NIÑA
SONRIENDO. Un beso. Un instante en el génesis de una mujer. Y lavando los
últimos cubiertos, pensé, quizás, cómo la vida, el cosmos, el Universo, nos
trae al mundo, a la Tierra, la nuestra, y nos deposita de manera aleatoria en
un seno familiar, en una cultura, en un tiempo, en un barrio, en una casa, en
una realidad social, en un subte, en una cuadra oscura, en un escritorio, en un
abrazo, en un cuerpo desnudo, en una cama, en unos acordes, en un grito
desgarrador, en una bicicleta, en un atado de cigarrillos, en un cuarto en
penumbras, en una copa de vino, en una hoja en blanco, en una historia que son
tantas. Pensé, pues, como todo eso y mucho más, nos forma, de la manera que se
puede, así como el destino, los astros, el orden universal, disponga. Me
pregunto qué tendré que ver con esa niñita, ya de cabellos cortos, con los ojos
vidriosos y la sonrisa amplia, al dar un beso. Me pregunto si será eso lo que
esta persona, de ojos del tiempo y cicatrices abdominales, de modos felinos y
ademanes ambiguos, habrá visto en mí. No
niña ya, sino mujer, sonriente, con ojos vidriosos, besarlo en la mejilla, con
el alma completa, con miedos eternos, con las armaduras rendidas y el alma
entregada. Pienso, quizás, que vio eso, el minuto entero que observó esa
fotografía. Que esa niña era ESTA mujer que se muestra, hoy, solamente, a él
mismo.
Ayer le di, a Matias, una llave
de mi casa. No las dos: una sola. La primera. Excusada en una facilidad, y
amparada por un simbolismo.
Te abro, con dificultad pero, por
desición propia, una puerta que no es solamente la de mi casa. Es otra,
mística, imperfecta, a medias y completa a su vez. Es la puerta de una historia
que, Dios mediante, nos sepa hacer vivir para, con ella, poder crecer.
Buenas noches a todos. Seguiré,
con Aristimuño y un malbec, nocturna y expectante, en este barrio hermoso que
me sabe alojar.-