Son las seis de la mañana de un martes cualquiera. Por mi ventana veo la noche apagarse, desapareciendo lentamente, dándole lugar a otro día de frío, de una primavera que aún no se despereza. Por el contrario de el grueso de pobladores de mi ciudad, yo no estoy comenzando, sino terminando mi jornada. Hace unos minutos llegué a mi casa, luego de ocho horas de ausencia. Ya me lavé la cara, los dientes, y me quité la ropa oscura y ajustada para reemplazarla por un bombachón rosa y una musculosa gris clara.

Le abro la canilla a mi sediento gato, y continúo.

Pensaba, de pie en el baño, enfrentada al espejo, con los ojos llenos de agua y jabón, en los ángeles. No en esos querubines sonrosados de rizos amarillos, regordetes, casi desnudos, con alas y boca de cereza. Esos, son puro cuento. Pensaba en los ángeles reales: pequeños enviados del Universo. Casuales, momentáneos, casi ínfimos, pero de una presencia entera y única. Lo pensaba a raíz de una charla que tuve en la cocina de un bar, con una completa desconocida -que, casualmente, llevaba el nombre María de los Ángeles- mientras tomábamos mate. Un intercambio extenso e inesperado que se dio, mágicamente, en un impas de una filmación de un vídeo de una banda amiga. Creo que ella no los conocía, creo que la citó otra persona, no importa, solo fue a bailar frente a las cámaras igual que yo. Lo curioso, es que con esta mujer tuve una conversación esclarecedora, una especie de guía. No hablamos de novios, por primera vez en mucho tiempo no hablé de mi ex ni de mi actual ni del siguiente, y tampoco pregunté, solamente fue más allá, a lo existencial, a lo primitivo, a la búsqueda del YO, ella fue eso mismo, un guía, como un faro que me marcó no el camino, sino LOS caminos, para que pudiera decidir. Lo curioso fue que, al irse, no nos saludamos, se fue volando, fugazmente, solo desapareció. No intercambiamos datos ni contacto. Así como vino, dijo lo que tenía que decir, y partió. Y eso pensaba, recién en mi baño.

Pensaba en todos los ángeles que hemos ido recibiendo a lo largo de nuestro camino. Mujeres como esta que nos han marcado el paso, algún caballero silencioso que desinteresadamente nos cede el asiento en el momento de aplomo, la palabra desprejuiciada de un niño que nos hizo sonreír cuando solo queríamos caer muertos. Los ángeles de nuestra vida, que nunca más volvemos a ver, que nunca sabremos si existen o si simplemente los inventamos, creímos verlos o escucharlos, si los soñamos.

Y pienso, a su vez, mientras me rasco las piernas y unas extrañas ronchas que me salieron, temiendo una reacción alérgica o una plaga de pulgas, cuántas veces he sido ángel para otro, deseando "que estés bien", sonriendo, dando mis extensos monólogos, incluso, marcando caminos, por qué no.

Con esto me retiro. Me pica mucho. Llamaré un médico, mientras pienso que quizás la raza humana no exista, y sólo seamos ángeles eternos.-

Sé que hace mucho tiempo que no escribo. Lo hago ahora por consejo de un amigo, de esos que no son grandes amigos, más bien conocidos, pero que suelen decir lo justo en el momento apropiado. El Universo supo siempre colocar en mi camino gente así. Hoy escribo porque estoy enojada. Es uno de esos días que todo sale mal. Incluso, habiéndome despertado hace solo cuatro horas, y habiéndome quedado en casa todo el tiempo, siento que las cosas salieron mal. Que me dijeron cosas que no me gustaron, que lo que quería hacer no se puede, todo me enoja. Ya sé, soy yo. No son los demás. Es que, me doy cuenta, que recién estoy en ESE momento del duelo: el momento del odio. De la bronca. Es una de las etapas.

La gente me pregunta si lo extraño a Matias. La verdad es que no. Cada vez lo pienso menos. Pasan días enteros sin que lo piense. Ya nadie me pregunta por él. Fui muy clara con mi entorno al decirles que habíamos terminado y que no se hablaba más del asunto. Pero no puedo evitar , cuando se hace presente en el discurso, odiarlo. Odiar haber confiado en el. Odiar haberme entregado tanto. Odiar que vayamos a los mismos lugares los mismos días, y ahora tener que evitarlos, para evitarlo a él. Odiar no poder darle soporte emocional a mi gente porque la sola aparición de Matias a través de la palabra me arruinó el día, y sólo me da ganas de dormir. Odiar no tener ganas de conocer a nadie ni de besar ni de ilusionarme ni de confiar ni de extrañar ni de pensar. Odiar el desorden de mi casa. Odiar la falta de energías para agarrar la pala y la escoba. Odiar que justo ahora mi bici esté rota, y que no tenga el dinero para arreglarla. Odiar no tener dinero para absolutamente nada. Odiar que mi celular no suene en todo el día. Odiar sentirme invadida cuando suena. Odiar mi estado de odio. Odiar.

Sé que es un sentimiento feo. Es un sentimiento que la gente prefiere evitar, pero que es necesario. Es tan válido como cualquier otro, como el amor, como el miedo, como la risa, como tener ganas de hacer pis. Sé, y eso me tranquiliza, que es una de las etapas del duelo. Sé que dura un tiempo y luego viene la siguiente, la indiferencia, para que luego venga la otra, la de recordar con cariño, para luego volver a confiar. Me alegra saber que algunos procesos emocionales son perfectos, pautados y lineales, como el día y la noche. Confío en su suceder pues son naturales, y el Universo es sabio. Pero estoy enojada. Creo que no tengo mas que decir que eso, y me genera más odio. Haberme quedado sin palabras y solo dejarme invadir por el odio.

En fin. Me siento mejor, quizás, un poco.

Hace unos días salí y bebí mucho. Al otro día me sentía fatal. Estaba trabajando y me sentía morir. Tenía sueño, dolor de cabeza, me faltaba el aire. Alguien (otro conocido con las palabras justas) me escribió preguntándome como me sentía. "Me siento muy mal", le dije. Y solo contestó: pues bien, lo bueno es que todavía podés sentir.

Siento odio. Lo bueno, es que todavía puedo sentir.

Estoy viva y saberlo me hace sonreír.-