Como buena psicoanalizada que soy, tengo muy incorporado el tratar de encontrarle el por qué a todo lo que me sucede. Principalmente a lo malo, claro. En menor medida a lo bueno. Pues por lo general, cuando me sucede algo bueno lo boicoteo hasta sentirme miserable, para tener por qués que encontrar. Lo hago desde que comencé a convertirme en un adulto. Desconozco si lo hacía antes. Sí recuerdo, a pesar, lo mucho que me gustaban las novelas policiales cuando era chica. Me gustaba leerlas para encontrarle el encastre. Eso que se sucede en el último capítulo, donde todo lo acontecido cobraba un sentido único y perfecto.

Cuando sentí, hace unos minutos, el impulso de escribir, pensaba hacerlo con otra frase, una muy distinta a la que utilicé. La frase era odio los viajes. Así de simple. Los odio. Y ahora contaré por qué. Por que lo digo, por qué lo siento.

Lo digo porque esta persona con la que me estoy conociendo, que porta el título de novio desde antes incluso de portar el de amante, se fue de viaje, como era de esperarse. Como sabía que iba a hacerlo desde que lo conozco. Un viaje corto a Madryn, de unos días apenas, para celebrar el cumpleaños de un ser querido. La verdad es que su viaje se adelantó. Lo adelantó él, por sugerencia mía, para vacacionar con su familia en Esquel y en Chile. Una sugerencia que hice para boicotear la belleza de los primeros tiempos, donde todo lo que sucede es bueno y uno disfruta de la compañía ajena, donde no existen aún errores ni defectos, ni cosas que reclamar, ni nada más que sonrisas y goce.

Esta persona se fue y me extraña. Me habla todos los días, varias veces por día. Me llama y me manda mensajes. Me envía fotos de montañas y lagos, recibe videos míos con mi gato, imágenes de amaneceres en mi cama con búos. Sin embargo, su viaje me hace mal, muy mal. Y recuerdo con esto como mis relaciones fueron siempre signadas de viajes que me angustiaron mucho, viajes ajenos que me dieron bronca por haberse ido.

Recuerdo a mi novio de los veinte. Se fue a Europa un mes. Lo odié, y nunca se lo perdoné. El de mis veintidós, viajó por dos semanas a Miami, y demoró diez días en avisarme que había aterrizado, que me extrañaba, etc. No lo odié. En ese momento, estaba bien medicada por un psiquiatra. Mi novio de los veintitrés se fue a Rosario por trabajo cuando recién comenzabamos a conocernos. No lo odié de manera inmediata, pero sí lo hice cuando, varios meses después, me enteré que se había acostado con una rosarina. Mi novio de los veinticuatro me dejó once días antes de mi viaje a España, lugar en el que me sentí muy sola, pese a estar a unos kilómetros de él, pues en mi estadía en Galicia él estaba conociendo Barcelona. Mi novio de los veinticinco viajó al Sur con su familia por un fin de semana, y algo que no sabría precisar sucedió a partir de ese viaje. Algo hubo que hablar a su regreso, algo que desencadenó en nuestra separación, reciente y sumamente dolorosa. Y ahora, a mis veintiséis, me enfrento con otro viaje que no soporto, que me genera odio, ganas de romper platos y vasos, que me quita la sonrisa y las ganas de hacer, incluso las de dormir.

Es bien que en unos minutos llegue mi vecina del Cuatro para tomar unas cervezas y charlar. Necesito dejar de pensar y de enojarme, escuchar relatos de otros caminos, distintos al mio. Quizás, cuando empiece a relatar mi malestar, pueda soltar ese llanto que tengo atravesado en el pecho hace una semana.

Va a volver pronto. Va a volver antes, posiblemente, mucho antes de lo planeado, porque lo deseo, porque lo desea, porque nos extrañamos y, muy a mi pesar, nos estamos acostumbrando a dormir el uno con el otro, cada vez mas noches, para despertar en un abrazo. Temo que este malestar perdure, lo temo mientras escribo y Zachín sube, imponente, a mi falda, para mirarme con toda su sabiduría, diciéndome con su lenguaje que tanto entiendo que me ama y que no quiere que esté mal. Y con esto comienza a avanzar, el llanto, a medida que mis dedos avanzan ágiles en la escritura. Gracias, Zachín.

El por qué de toda esta angustia es tan antiguo como ridículo, aunque mi analista sostenga que es clave. Cuando tenía nueve años, mi madre tenía un novio con agencia de turismo. Un novio que le duró hasta que se fundió, pero que mientras tanto la llevó a intervalos frecuentes a conocer casi todo el país. Me acuerdo, claramente, la bronca y el dolor que me generaba, cada vez que ella cruzaba la puerta, y me decía que se iban, y que no me llevaban. Mi recuerdo falla, pues no es exacto, pero viajaban mucho para mi gusto de niña. Una vez al mes quizás. Una o dos semanas al mes. Y me quedaba con alguna hermana, o la señora que me cuidaba. ¿Me quedaría alguna vez sola? No estoy segura, pero es factible, que alguna noche me haya quedado en soledad, como tantas noches en mi vida, desde que tengo memoria.

Mientras escribo esto, entran llamadas a mi celular, mensajes, es él, es esta persona, diciendo que me llama, que da el contestador. Está preocupado y lo odio por eso, también. Por preocuparse a la distancia donde no puede hacer nada. A un día de micro, a dos horas de avión que no se sucederán, porque siempre es lo mismo. Porque ya se fue, y aunque regrese, perpetuará el hecho que alguna vez se fue y no me llevó, como hace diecisiete años, como hace seis, cuatro, tres, eternamente.

Odio los viajes. Odio sentir esto, el odio. La bronca, tantos años después, por tantas personas distintas.

El teléfono suena nuevamente, y corto.


Son las once y un minuto, y lo odio.
Hoy escribo llorando. Hacía mucho que no lloraba, algunos meses. Pero si hay algo que aprendí con los años es que, así como es inútil aguantar la carcajada, también lo es reprimir el llanto. No sabía puntualmente por qué sentía esa necesidad inconmensurable de llorar, ganas que fui aguantando y que se canalizaron en una alergia y ahora en unos nervios tales que me está costando respirar.

Cuando deseo llorar y no tengo motivos -no al menos motivos claros- acudo o bien a mi canción de llorar, o bien a ese libro que me regaló mi madre, o bien a un escrito de un amigo de cuando era adolescente, que contiene, a mi entender, las verdades mas ciertas del Universo. Hoy acudí al libro. Y allí leí unas palabras que me desataron el torrente: no temas amar a alguien total y completamente.

Bien. Yo no estoy enamorada, y dudo alguna vez haberlo estado. Sí quise mucho, muchísimo. También me obsesioné, me encapriché, y me acostumbré al otro. Y si bien no amé, o no me enamoré, en el real sentido de la palabra, de sentir AMOR por el otro, por el compañero que me haya tocado, cada vez que llegó el final a cada una de mis historias me sentí vacía, sola, aterrada, perdida, desamparada, triste, tristísima, incluso me he sentido morir o he deseado morirme. No puedo evitar, entonces, al comenzar esta historia nueva, temer nuevamente a sentir todo aquello que sentí tantas veces. Sé que esta historia no es igual a ninguna otra, pues ninguna fue siquiera similar a una posterior o anterior, pero siempre el miedo permanece. El miedo queda, como al ver a mi hermana, que alguna vez tuvo cáncer, y que siento miedo, al verla, pese a su excelente salud, temiendo que vuelva a caer, ella u otro, pero sobretodo ella. Lo que pasa, entonces, es que cada vez que me veo comenzando una nueva historia, recuerdo de manera casi imperceptible a la Zahira de los finales, el harapo, la pérdida de la autonomía y del autocontrol. Y me da miedo, mucho miedo, de que vuelva a suceder.

Me da cierta pena, pues mi nuevo compañero es nuevo en todo esto. Y tiene muchas ilusiones y mucho deseo. Hoy hablamos, y me dijo algo así como que el cuerpo me picaba porque lo extrañaba. Que me picaba por su falta. No creo oportuno decirle jamás que es más probable que esta alergia sea a su presencia más que a su falta. Y no es algo personal con el, sabemos. Es algo propio mío.

Pero así como mi hermana luchó alguna vez con su cáncer, sin dejarse morir, yo seguiré luchando con mis miedos, sin dejarme caer. Sin perder la esperanza de que esta vez salga todo bien, que aunque no exista la eternidad, exista la paz, el disfrute, y en el peor de los casos, los finales en buenos términos.

Deseo algún día sentarme frente al tornado y dejarlo que pase por mi cuerpo, temiendo que me levante y me vuele por los aires, pero que solo pase, y que haya valido la pena.

Deseo enamorarme antes de tener miedo. Deseo, pese a los miedos tempranos, elegir enamorarme. Construir con el otro. Que el otro siempre es bueno, en mi caso, aunque no funcione. Confiar en lo bueno del otro, y en que lo malo tarde o temprano será secundario. que no tendré miedo, sobretodo, que nada me asuste, que nada me paralice, que siga avanzando, día a día, semana a semana, hacia el frente, sin temer. Pues lo que siento es muy parecido al miedo a la oscuridad. ¿A qué le tememos tanto en lo oscuro? ¿a los fantasmas, a los monstruos, a los ladrones, a las cucarachas? ¿y si no hay nada de eso, por qué seguimos temiendo?


¿A QUÉ LE TENÉS TANTO MIEDO, ZAHIRA? ¿A QUÉ LE TENÉS TANTO MIEDO?
Sé que este último tiempo mucho ha pasado y poco he contado. No sabría distinguir entre las dos. Pero puedo asegurar que la última vez que escribí fue hace muchos, muchísimos meses, cuando seguramente estaba triste y muy vacía.

Estos meses leí un poco, no demasiado, pero entre todo aquello, en un libro, mencionaba la palabra que nos identifica. Hoy me siento PLENA. Y es cierto que SOY plena. Tengo todo lo que deseo. Tengo la casa que siempre soñé, que a cada minuto se ve poblada de seres inigualables, como mi gato, mis amigos de siempre, los de hace bastante, y los nuevos. Carcajadas por taradeces que me dejan la cara entumecida y el cuerpo vibrante. Notas de música que llenan un ambiente que alguna vez se dejó poseer por angustia, pena o ruegos. Música tranquila, como me siento ahora, hoy.
Estoy plena, y estable. Sostengo un trabajo que me encanta, aunque me estrese, un ritmo pausado pero constante, como los latidos de quien reposa. Hoy, reposo en todo aquello que me rodea. Sin embargo, lo que quiero contar, luego de esta necesaria introducción, es otra cosa, y es un aprendizaje que forzosamente la vida me instruyó.

Hace, exactamente, un mes, conocí una persona. Nadie alucinante, ninguna historia con platos, espejos, ni corazones rotos. Una historia como mi ritmo, constante y pausada, que avanza a su ritmo, como el agua del grifo. Esta persona no me altera. Me gusta y ambos nos sentimos cómodos el uno con el otro. Nos extrañamos, sentimos la falta, pero no desde el sufrimiento, sino desde el conocimiento de que así como hay arriba, hay abajo. La falta como complemento necesario de la presencia. Esta persona es del sur, y allí lo conocí. Vive en mi ciudad -gracias al Cielo- pero tuve que viajar dieciocho horas en micro para encontrarla, porque era así como debía ser, como el Universo dispuso, como no podía rehusarme. Esta persona es amigo de una gran, grandísima amiga mía.

Lo que quería contar es cómo mi amiga me planteó, sospecho que bienintencionadamente, nuestro encuentro. Su miedo, su celo y su posesión, aunque no pueda admitirlo. Lo curioso es que esta amiga mía, justamente, es quien me enseñó que las personas no son de nadie, que nadie se posee, que no podemos siquiera pretenderlo, y mucho menos permitirlo.

Las personas no son de nadie, Zahira.

Aprendí a no ser de nadie y a no exigirlo. Ni a mi ni al otro. A ELEGIR, elegir compartir o dejar de hacerlo. Elegir compartir mis miserias y mis rutinas, mis caricias y mis sonrisas, mis reposos y mis traslados, mi jazz y mi rockabilly, mi hogar y mi Zachín.

Sé que comienzo, nuevamente, otra aventura, de esas que se viven de adentro para afuera. Elijo compartirla, hoy, sin temer. Porque aprendí que como llega lo bueno llega lo malo, para retirarse y darle lugar a lo bueno nuevamente.

Me siento más libre que nunca. Bienvenido, al otro, a este nuevo estadío.


La libertad.