Sé que este último tiempo mucho ha pasado y poco he contado. No sabría distinguir entre las dos. Pero puedo asegurar que la última vez que escribí fue hace muchos, muchísimos meses, cuando seguramente estaba triste y muy vacía.

Estos meses leí un poco, no demasiado, pero entre todo aquello, en un libro, mencionaba la palabra que nos identifica. Hoy me siento PLENA. Y es cierto que SOY plena. Tengo todo lo que deseo. Tengo la casa que siempre soñé, que a cada minuto se ve poblada de seres inigualables, como mi gato, mis amigos de siempre, los de hace bastante, y los nuevos. Carcajadas por taradeces que me dejan la cara entumecida y el cuerpo vibrante. Notas de música que llenan un ambiente que alguna vez se dejó poseer por angustia, pena o ruegos. Música tranquila, como me siento ahora, hoy.
Estoy plena, y estable. Sostengo un trabajo que me encanta, aunque me estrese, un ritmo pausado pero constante, como los latidos de quien reposa. Hoy, reposo en todo aquello que me rodea. Sin embargo, lo que quiero contar, luego de esta necesaria introducción, es otra cosa, y es un aprendizaje que forzosamente la vida me instruyó.

Hace, exactamente, un mes, conocí una persona. Nadie alucinante, ninguna historia con platos, espejos, ni corazones rotos. Una historia como mi ritmo, constante y pausada, que avanza a su ritmo, como el agua del grifo. Esta persona no me altera. Me gusta y ambos nos sentimos cómodos el uno con el otro. Nos extrañamos, sentimos la falta, pero no desde el sufrimiento, sino desde el conocimiento de que así como hay arriba, hay abajo. La falta como complemento necesario de la presencia. Esta persona es del sur, y allí lo conocí. Vive en mi ciudad -gracias al Cielo- pero tuve que viajar dieciocho horas en micro para encontrarla, porque era así como debía ser, como el Universo dispuso, como no podía rehusarme. Esta persona es amigo de una gran, grandísima amiga mía.

Lo que quería contar es cómo mi amiga me planteó, sospecho que bienintencionadamente, nuestro encuentro. Su miedo, su celo y su posesión, aunque no pueda admitirlo. Lo curioso es que esta amiga mía, justamente, es quien me enseñó que las personas no son de nadie, que nadie se posee, que no podemos siquiera pretenderlo, y mucho menos permitirlo.

Las personas no son de nadie, Zahira.

Aprendí a no ser de nadie y a no exigirlo. Ni a mi ni al otro. A ELEGIR, elegir compartir o dejar de hacerlo. Elegir compartir mis miserias y mis rutinas, mis caricias y mis sonrisas, mis reposos y mis traslados, mi jazz y mi rockabilly, mi hogar y mi Zachín.

Sé que comienzo, nuevamente, otra aventura, de esas que se viven de adentro para afuera. Elijo compartirla, hoy, sin temer. Porque aprendí que como llega lo bueno llega lo malo, para retirarse y darle lugar a lo bueno nuevamente.

Me siento más libre que nunca. Bienvenido, al otro, a este nuevo estadío.


La libertad.