Acabo de tomar una decisión fuerte.  Fuertísima. En este miércoles frío de mayo, asomada en mi ventana de San Cristóbal, lo veo al Amante, irse, con sus patas separadas y su espalda larga. Con los ojos llenos de lágrimas, producto del simbolismo que tiene esto, así como de mi incipiente período, le dije, valientemente, que ésta era la despedida.

Poco llegué a contar del Amante. Cierto es que hace unos meses ya nos conocimos, como supe escribir. Cierto es que, la primera semana, nos vimos en reiteradas ocasiones, pasamos citas mágicas y noches extrañas. Recuerdo (recordamos, ambos) la noche de la segunda cita. Fue perfecta. Ambos sabemos, también, que si nunca más nos hubiésemos visto, hubiese sido utópico. Pues fue esa noche, donde, retrasado para retirarme de mi trabajo, me subí a la bici y, enojadísima, comencé a pedalear hacia mi casa (mi antigua casa), para que él me cruce momentos después, frene al costado de avenida Independencia y, luego de mi reclamo horario, cargue a mi bicicleta en su baúl y a mí en el asiento acompañante. Esa noche me llevó a un lugar perfecto, el atelier de un artista, muy cerca de Retiro, un galpón lleno de luces de colores, en el medio de un descampado, plagado de artefactos extraños, música, gatos. Comimos, recuerdo. Yo salmón y creo que él, mejillones. Nos besamos caminando por la sala de exposiciones, un beso hermoso, donde yo era hermosa, él era hermoso, ambos nos veíamos hermosos en esa hermosa noche de un hermoso enero. De ese momento a hoy han pasado tantas cosas, tantísimas. No con él, sino conmigo. El Amante fue, accesoriamente, quien fue apareciendo en mi casa, siempre en noches de lluvia, siempre con dos atados de Marlboro y alguna bebida alcohólica. El Amante siempre se fue por las mañanas sin despertarme, apenas besándome la cavidad del ojo, hacia sus inciertos rumbos, quedándome yo envuelta en mis sábanas azules, abrazada a mi gato o a mi almohada, desnuda. Pero anoche fue diferente.

Anoche no pude. Anoche abrí la puerta y su beso me resultó incómodo, el momento de acostarnos fue retrasado, por mi parte, horas. Y, llegado, le confesé que no podía, que no quería. Me preguntó si se iba, pero se quedó. Esta mañana, desayunamos juntos por primera vez, única y última. Y sentada en la cama, envuelta en mi camisa a cuadros de polar, se lo dije. Que quizás él no lo había entendido. Pero ya no podía. Porque quería, necesitaba, saber que existía una ínfima posibilidad que la persona que use mi cama, use mis forros, y le usurpe la almohada a mi gato, me diera más que eso. No fue un reclamo a su persona, quiero que quede claro. Desde siempre supe que el Amante, a duras penas, podía ser amante. Pero lo entendí, entendí eso que vine gestando estos últimos meses, o este último cuarto de siglo.

Ya no quiero garchar, ni quiero que me garchen. Aunque suceda también. Eso es lo más fácil. Puedo tener, soy consciente  un cuerpo diferente en mi cama cada semana. Pero no quiero eso. Como se lo dije, al otro día, se siente un vacío. Y ya no lo quiero. Quiero compartir otras cosas, quiero saber que está la posibilidad de que pase, aunque finalmente no hablemos nunca más. Recuerdo que me lo dijo este chico, el Amante, una noche de hotel, extrañísima noche.

"Zahira, vos no estás para amante, vos estás para más".

Pensaba, al despedirnos, qué nos habremos aportado el uno al otro. Cada persona deja lo que debe dejar, y sigue su rumbo. Algo le habré dejado, lo aseguro. Y él me ha dejado eso: saber que no solo estoy para más, sino que además, lo deseo.

Y aquí quedé en mi casa, escuchando Prince, en un mediodía frío pero soleado de otoño, sabiendo que necesito ilusionarme. Que no estoy tan oxidada como pensaba. Y que tengo la fortaleza de terminar las cosas que no deseo. Y desear las que, a veces, sienta que no existen.

Crecí, ya sé.-

No hay comentarios:

Publicar un comentario