Hoy vine a alimentar el hamster de mi hermana y a regarle las plantas, pues salió de vacaciones unos días y me dejó encargada de esto. Decidí quedarme a dormir aquí, en la casita de Almagro, lugar en el cual viví apenas unos meses, y del cual me fui también hace apenas unos pocos. Sin poder desprenderme del todo de mi posición de individuo ocupante de este espacio, de un momento al otro me encontré limpiando el baño, baldeando la casa, lavando platos, y escuchando jazz. Incluso, desarmando el árbol navideño -casi terminando enero- y fue en ese instante, en el cual casi compulsivamente arrancaba guirnaldas enredadas a bolas brillantes y papás noeles de trapo roñosos, que me puse a pensar en lo siguiente: en la sucesión, valga la redundancia, de sucesos.

Pensaba en la locura de "las fiestas". Locura que prácticamente no viví, pues pasé viajando sola, sin festejo, sin ensalada rusa, sin intercambio de regalos, sin pileta en la casa de algún familiar hospitalario, sin felicitaciones, sin pastito para los camellos ni fuegos artificiales. Desarmando el añejo árbol  pensaba pues en toda esa euforia del comienzo de la etapa de "las fiestas", y en la poca relevancia de su finalización. Gente comprando regalos, comprando duraznos en lata, comprando kilos de asado o pollos para meter al horno, adornos nuevos. Y nadie, absolutamente nadie, viviendo el final de la misma forma que vive el comienzo. Y claro, es sencillo. Las publicidades de Coca Cola con niños sonrientes y trineos, rápidamente fueron cambiadas por publicidades del tipo "llegó el verano", tan bien armadas por diversas compañías cerveceras, de telefonía móvil, de dietas. Publicidades que tan solo una quincena luego son reemplazadas por otras llenas de hermosas mujeres emplumadas, felices, en los carnavales de Gualeguaychú o de Brasil, según el bolsillo del público al que apunten. Las calles porteñas cambiaron, en segundos, sus luces festivas por banderines de colores y escenarios de corsos. Las brillosas guirnaldas ceden su brillo a los trajes de las comparsas y murgas. Euforia que, claramente, desaparecerá sin dejar rastro, para dar lugar, esta vez, al comienzo de clases. Guardapolvos, útiles escolares, mochilas de Hello Kitty, yogures que dan energía a los niños para hacer frente al año lectivo. El alud publicitario será pausado por unos meses, para luego, llegado el invierno, fomentar el teatro infantil, los circos, el stand de Mundo Gaturro en el shopping del Abasto. Y luego, con clima aún haciéndonos dudar entre la campera con corderito o la musculosa flúo, llega la tan ansiada primavera, con la ciudad empapelada de publicidades de condones Tulipán (mis favoritas), espectáculos al aire libre fomentados por el gobierno de turno, y adolescentes hormonales besándose en las calles. Basta solo relajarse unas pocas semanas, para entender que nuevamente estamos en noviembre, sin entender por qué en Coto ya venden árboles navideños y repasadores con motivos verdes y rojos. Aquellos que trabajamos en empresas, ojerosos, vamos pasando parte de la quincena que elegiremos, en esta oportunidad, como período vacacional, para unos minutos luego, jugar al amigo invisible repartiendo regalos, brindar anticipadamente, y volver, cual ciclo menstrual, al comienzo de este párrafo, algo extenso, a brindar por un próspero dos mil bla.

Me pregunto hoy, en un impás en mi ataque de limpieza injustificado, hasta qué punto este desenfreno de momentos pautados y reglamentados, no nos condicionan en nuestro día a día. En el mío, a decir verdad. Pues, hace un año, estaba viviendo en esta casa, la de mi hermana, por primera vez, para a los seis meses comenzar a plantearme un cambio que fue mudanza, a otra, a la casa en la cual habito ahora, la casa de mi amiga. Y apenas seis meses después, el cuerpo, la psiquis, el alma, todas ellas, o ninguna de las anteriores, me piden a gritos un nuevo traslado, a un hogar que sea el mío, solo, pronto, y libre.

Me pregunto entonces, ¿podremos quedarnos quietos, aunque sea por un suspiro, alguna vez?.-

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