Me costó mucho, muchísimo, sentarme a escribir nuevamente. Numerosas ideas, análisis, conceptos, sensaciones, dolores, escapes, matices, se me han escapado el último mes. Sin embargo, hay algo que no quiero dejar pasar. Algo que pasaré a compartir a continuación.

Bien es sabido -o debería serlo-, que para mi cumpleaños número veinticinco me regalé un viaje a España. A un encuentro que no fue. A compras masivas en las grandes tiendas, tardes de ataques de pánico encerrada en algún hotel, paseos solitarios que me regalaron bellas imágenes, algunas incluso logré plasmarlas fotográficamente. Una sensación de desarraigo muy fuerte. Silencio prolongado, cuerdas vocales en un sueño profundo, profundísimo. Latidos exacervados. Gastritis. Bellos almuerzos sin más compañía que esa virtual que supieron regalarme aquellos seres queridos que soportaron térmicas de cincuenta grados en mi adorada Buenos Aires, mientras yo corría por tierras ibéricas escapando del frío, en pasajes empedrados y góticos, rumbo a un refugio caluroso que me diera el hotel de turno, un café, algún puesto de recuerdos. Nombres como Coruña, León, Vigo, logrados en álbumes de fotos en el Facebook. Ganas de regresar, apunada, sobrevolando el Atlántico. Y todo ese viaje, que fue tan breve y tan infinito, me llevó a un lugar, uno solo, y este lugar el que quiero relatar hoy. Ese lugar que estaba físicamente, pero también espiritualmente, lugar que entiendo, hoy, como "reconocimiento".

Quisiera, sin más rodeos, trasmitir unos minutos en mi vida que sé me han dejado una gran enseñanza. Momento puntual en el cual, el avión, ingresó a mi ciudad. Instante qué, luego de dos semanas en las cuales dependí atrozmente de un gps, a cientos de kilómetros por hora, sobrevolé mis tierras, ingresando, como he dicho, por el Atlántico. Más precisamente, una fugacidad del tiempo en el cual, desde los aires, pude ver las luces eternas de mi Buenos Aires, anaranjadas, nostálgicas, diminutas, perfectamente ordenadas, y desde ese cielo nocturno identifiqué, sin temor a pecar de exagerada, Retiro, Plaza de Mayo, Paseo Colón, mi trabajo, Avenida Independencia, Juan Bautista Alberdi y, finalmente, mi casa.

Solamente ahí, a una altura inconmensurable, sonreí. Pues entendí que de aquí soy, aquí pertenezco, y aquí me quiero quedar. Es en Buenos Aires donde residen mis afectos. Mis sábanas con dibujos de búhos. Mi fiel bicicleta. Mi familia de sangre, y mi familia elegida. Mi lugar en el mundo.

Alguna vez alguien me hablo de la pertenencia, de los lugares. Hoy, yo, lo reproduzco, lo proceso, y lo traduzco. Y puedo decir, sin tapujos, que amo mi país. Que lo reconozco a él, a su gente, a sus ritmos. A sus calles, sus plazas, su aroma, a sus sabores y su clima. Reconozco, a simple vista, las intenciones de quienes lo pueblan, los sarcasmos de quienes lo hablan, y las ilusiones de los ojos con los cuales, quizás por un segundo, me toca cruzar una mirada. Sus abrazos y sus desprecios. Sus monedas y billetes, sus horarios de subte, su lenguaje, sus peatones, ciclistas y conductores. Su latido, amada Argentina.

Pero sobretodo, y lo más importante, a mi misma, en esta tierra generosa que me da hogar.-

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