Anoche dí una fiesta en casa. Una
fiesta que organicé a último momento, con algunos invitados, muchísimas
bebidas, y música ecléctica. Fue una fiesta larga que no sabría decir si fue un
éxito o una simple reunioncita. La realidad es que la hice, excusada en el
cumpleaños de una amiga, pero con otro real motivo, aunque me cueste aceptarlo:
demostrarme a mí, a todos, y en especial a él mismo, que puedo vivir sin
Matías, y disfrutar.
Ciertamente pude disfrutar sin
él. Me negué, al comienzo de la noche, a hablar casi de lo sucedido el último
mes, pues estoy cansada que sea el protagonista de mi discurso, aunque hoy me sienta
obligada a escribir nuevamente mencionándolo en cada letra y en cada lágrima. Sin
embargo, no pude evitar la pregunta de todas -TODAS- mis amigas con las que no
tengo un trato cotidiano. ¿Qué pasó al final con Matías?
Con Matías pasó qué, luego de la
ruptura, nos seguimos viendo, gracias a mi impulso etílico que me llevó en variados
transportes y en variadas oportunidades a su casa, a Makena, a su sala, o donde
fuera que él estaba. Lo cierto es que sólo dos días después de haber terminado,
estaba en su cama, para estarlo nuevamente al día siguiente, y dos días después y al otro, y así.. Al comienzo él estaba alerta, asustado, y quizás
hasta convencido de que no habría más nada. Pero poco a poco se fue relajando.
Yo me relajé, también, y dejé de revolear platos, de reclamarle cosas que no le
correspondían, de exigirle. Y por unas semanas estuvimos bien. Por un mes
completo, el último mes. No quiero decir que no hayamos tenido diferencias de
opiniones, de criterios, o de posturas. Los hemos tenido. Matias tuvo días de
mierda. Y yo también, como hoy.
En fin. No quiero hablar más de
él. Quiero hablar de mí. Quiero hablar de como, en tan solo una semana, me sorprendieron
dos ataques de pánico muy fuertes, en la calle. Uno fue un lunes, caminando, a
unas cuadras de mi casa, y el otro, el domingo siguiente -hoy- en Flores, en la
calle, en la casa de una amiga, en la parada del colectivo, en el mismísimo
colectivo, hasta mi casa en San Cristóbal, donde estoy ahora, con frío, en
silencio, con olor a cigarrillo de la fiesta impregnado en todas partes y los
muebles distribuidos como nunca antes, esperando cambiar energías y
circulaciones de aire. Las dos veces que me ataqué lloré, y mucho. Lloré en
espacios públicos frente a gente que podría haber pensado cualquier cosa. Lloré
encerrada en mi casa hablándole a mi gato de cosas que no entendíamos ni él ni
yo. Y llorando, ahora, decido que un mes sin escribir es demasiado para mí.
Decido que estoy angustiada incluso detrás de una fiesta o de estados en
Facebook que ni siquiera lo insinúan o de falsos mensajes y discursos y sonrisas que regalo indiscriminadamente
por la vida. Estoy angustiada, moqueando en una casa silenciosa que limpié con
lavandina de manera obsesiva, como si quisiera limpiar otra cosa, algo más, que
contamina y enferma y desmerece. Quizás esté lejos de la realidad, pero aún así
no puedo evitar pensar que aquello que quiero quitar es al mismísimo Matías,
porque desde la primera vez que nos rompimos el corazón o que descubrimos que
no nos entendemos, ahí mismo, dejó de hacerme bien, para solo entristecerme y
condicionarme y no poder disfrutar todo lo que tengo, todo lo que he logrado,
que quizás no sea mucho, o no sea tanto, pero para mi lo es. Es mi mundito, Mi
Reinado, como supe llamarlo, con banderines de colores y un sillón naranja que
espera de brazos abiertos, y una bici que se contorsiona, y un imancito que
compré en Madrid y unas mandarinas que compré a diez metros de casa y una
guitarra que no se deja afinar por nadie y unas plantitas de calabaza que ayer
me halagaron y todo aquello que me hace YO, aunque se me vayan los ojos para
por momentos perderlo. Y así le escribí,
hace minutos, diciéndole que lo extrañaba, que estaba enojada con él y conmigo
misma, para que me responda, simplemente, "yo también".
Quisiera tener la fortaleza,
alguna vez, de retirarme a tiempo. Quizás esta sea la secuela de ser hija de
una madre adicta al juego, que llegaba con miles y se iba con un peso para el
colectivo. Quizás esté haciendo lo mismo pero en otro lugar, seguir apostando,
por mucho más tiempo del que mi cuerpo pueda aguantar en una mesa que no paga,
terca, ciega, compulsivamente, creyendo que en algún momento lo hará. Quizás
sea momento de darme cuenta que Matias es una mesa que no paga, en la cual
estoy poniendo todo lo que tengo, a riesgo de volver caminando, vacía, cansada,
para llorar en la cama como hacía ella cuando perdía todo.
De repente, al darme cuenta de
esto último, dejé de llorar, no pude seguir el hilo de lo que escribía, me
sentí infinitamente cansada, Matías me preguntó si iba a hacer algo (¿con mi
noche? ¿con mi vida? ¿con mis ataques de pánico? ¿con las tapas de empanada que
tengo en el congelador?), y sentí la necesidad imperiosa de retirarme de esta
mesa, de este teclado, de donde sea.
Me he quedado sin palabras. Hasta
luego.-
Uf,qué difícil es.Supongo que no hay nada que uno pueda decir que sea lo justo.Es fácil filosofar cuando es otro el que está hecho mierda.La cosa es que en realidad TODOS estamos hechos mierda.Pasamos por etapas felices,dolorosamente cortas.Treguas,diría Benedetti. Pero cuando estás allá arriba todos te dejan solo,hasta el banquito te sacan,diría Bonavena. La cosa es que todos estamos solos.Hay que tratar de sentirse bien y cómodo en soledad.Es lo único que se me ocurre,pero,como dije más arriba,es fácil filosofar,etc.
ResponderEliminarMe gusta cómo te expresás .Saludos.
Gracias por tus palabras. Me gusta pensar que solos venimos, y solos nos vamos.. un beso enorme.-
Eliminarjajaa, justamente a mí pensar eso me da miedo! a pesar de que siempre disfruté mucho la soledad,el pensar que dura para siempre me da una especie de claustrofobia...como la firma en el acta de matrimonio que mata al amor,debe ser.
Eliminarotro beso para vos.
mi temor, sin embargo, es pensar que quizas nunca aprenda a disfrutar la soledad. Sobretodo porque se que es el comienzo, el final, y quizas, una gran parte de lo que suceda en el medio.
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