En algún momento, decidí escribir acerca de las madres en el día de hoy, pero luego decidí no hacerlo: todos tenemos, tuvimos, somos, conocimos, amamos, odiamos, u admiramos a alguna madre. Pues, simplemente, luego de algunos saluditos de rigor, y otros no tanto, decidí narrar lo que nos compete hoy.

Platos.

Luego de angustiarme y enroscarme sin motivo hace algunas noches, la noche del miércoles, luego de decirle algunos sinsentidos por medios virtuales, frases que más que reclamos eran pensamientos exteriorizados, acordamos con el señor que al día siguiente nos veríamos. Al mediodía, para almorzar, luego de su ensayo, y antes de mi jornada laboral. "Buscame a las dos por la sala, en Alvarez Thomas y Los Incas". Sólo iba a tener una hora, pero me pareció suficiente.

El jueves me levanté tarde. Me había quedado toda la noche bebiendo y hablando, escribiendo y pensando, escuchando y sintiendo. Tomé en mis brazos mi preciosa bicicleta y salí, tarde, a la calle. Un dato no menor es mencionar que vivo en Caballito, por lo cual llegar a destino suponía un desafío. Un bello desafío en el cual pedaleé bajo el rayo de sol en la avenida Córdoba, sorteé imposibles empedrados, retoqué mi maquillaje unas cuadras antes, y en la esquina señalada me caí, rompiendo mis calzas engomadas y el tejido de la epidermis de mi rodilla. En fin, nos encontramos.

Platos cruzó la calle con una camisa verde a cuadros, un morral gastado, y una cara contenta. Yo lo esperaba, con los ojos delineados y mi hermosa bicicleta. Era tarde, me había demorado. No tenía más que media hora, pero ese camino eterno, soleado, de mediodía, y el fugaz encuentro, ya eran suficiente para mí. Caminamos mucho. Villa Urquiza nos regaló, en sus calles de barrio, en sus contados minutos, en sus brisas cálidas, sonidos de árboles, panes de queso, besos, una birra, palabras huevonas al pasar. Nos tomamos juntos el subte. Dos fenómenos, sentados uno junto al otro, en la línea B. Yo, a la izquierda, con mi bicicleta plegada entre las rodillas. Él, a mi lado, con su instrumento y sus bolsas de supermercado. Glorioso, efímero, cotidiano, imposible, amado, vívido. En alguna estación entre Tronador y Alem, Platos, dejó caer su torso en mi pecho, recostado y relajado. Sin saber muy bien que hacer, sospecho besé su frente, acaricié su pelo, o me inmovilicé completamente. Lo que recuerdo, como si lo viviese ahora, es el momento en el cual levanté la vista distraídamente a mi derecha. 

Y lo vi.

En el vidrio de ventanas que conducen a ningún sitio, entre el ronroneo de los rieles y las caras de cansancio, en una tarde de un jueves, en un tren subterráneo, en el afán de alcanzarme, una calcomanía, pegada, torcida, casi al pasar. AQUÍ Y AHORA, rezaba. Y lo entendí todo.

El Universo, en ese mundano momento, me transmitió, cual revelación divina, ese mantra que tanto me faltaba poner en palabras. Palabras que había escuchado tantas veces, juntas o separadas. Aquí y ahora, Zahira.

Les aseguro, queridos, que en ese momento, entendí todo.-

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