Con el paso del tiempo, uno va perdiendo cosas. De pequeño, quizás, el apetito, un juguete, el autobús. Algún acontecimiento por ser demasiado infante. Cosas con poco valor, quizás. Pues de pequeño, la noción es limitada, así como las obligaciones. Uno no puede perder a su pareja, ni su trabajo, ni sus años mozos. Uno no puede perder lo que no tiene. Ya mas crecido, se da cuenta que tiene algo único. Se da cuenta cuando empieza a perderlo: la inocencia. Uno (una) cree que perdió la inocencia cuando, de repente, pierde el placer por la calesita, la necesidad de vestir a las Barbies, o la virginidad. Ahí te la creés. Te creés mil, porque la sabes todas. Sabés que el mundo es tuyo y que nadie puede arrebatártelo. Lo que no sabés es que, más adelante, lo que te arrebatarán es no el mundo, sino esa sensación de que es tuyo.

Recuerdo algunas pérdidas significativas. Ninguna asociada a la muerte. Ninguna que me marque. O, en verdad, pérdidas que me marcaron en demasía. Recuerdo de niña, de muy niña, que una señora amiga de la familia me regaló un peluche. Un muñeco roñoso de Snoopy que le pertenecía a sus nietos. Yo lo deseaba con locura. Puedo sentir hoy, en el pecho, esa emoción inconmensurable el día que me lo dio. "Cuidalo", me dijo, con sus ojos claros y su cabello enrulado, blanquísimo. Unos días después, en una distracción, lo perdí. Me lo olvidé en un autobús, yendo váyase a saber donde. Me bajé, y no estaba. Ni Snoopy, ni el autobús, ni la emoción de tenerlo. Ese día lloré y mucho. Recuerdo también la vergüenza que sentí, y el miedo, y la sensación de haber decepcionado a ella, a la señora, cuando se lo conté. Me veo, aún, llorando desconsoladamente, por ese muñeco apelmazado que había tenido tan solo unos días: puedo asegurar que lloré en silencio, y en soledad, muchos más días de los que realmente lo tuve.

De adolescente lloré por mi madre. La lloré no porque se había ido para siempre, sino más bien porque su imagen fuerte, autosuficiente, entera, se había marchado. La lloré cuando entendí que era humana. Pues verla humana, me recordó que yo también lo era.

Ya más de grande, mucho más grande, lloré por un amor. Mi primer amor de adulta. Muchos, muchísimos, conocen a esa Zahira, en vida, en relato, y en fantasías. Una mujer que aparecía, en sus comienzos de edad adulta, que había soñado y deseado, con el mismo énfasis, una ilusión tan grande como la que me regaló aquel muchacho, por unos meses quizás, un muchacho roñoso y apelmazado como el Snoopy. Lloré, por él, mucho más tiempo que el que había estado en mi vida. Me estaba muriendo, por dentro y por fuera. Pero no me morí.

Recreé algunas veces más esa pérdida. La del amor. La del que uno cree que es el amor. Llorar al ser amado porque se había ido. Se había perdido. Lo había perdido, cuando siquiera lo había encontrado. Lloré tanto, tantas veces, tantos gritos, tantas noches, tantos suelos, tantos hombros, tantas muecas.

Lloré algunas veces más. Por pérdidas, siempre. Algunas propias e insignificantes. Otras ajenas e igual de insignificantes. Lloré por películas y libros de amor, cuando se perdían los protagonistas el uno al otro. Lloré de bronca, por haber perdido, hace tanto, esa sensación de ser superpoderosa. Perdí dinero, perdí celulares, perdí archivos, perdí trabajos, perdí amistades, perdí mascotas, perdí las llaves, perdí cables, perdí quilos, perdí el respeto, perdí minutos de terapia, perdí juventud. Y perdí, hace bastante, la capacidad de ilusionarme por cosas mundanas.

Hoy, me doy cuenta, que perdí eso que había acompañado mis perdidas en estos casi veinticinco años . Perdí el llanto. Hoy, con el whisky y el tabaco al lado, escuchando acordes melosos, recibiendo la nostalgia de velas y vientos lluviosos, con mi cabeza dolorosa, frustrada, enojada, irónicamente perdida, perdí mi capacidad de llorar. 

Acerca de pérdidas. Acerca de haber hablado con alguien del saber que quizás no haya más que esto. Que quizás nadie te espere, nadie te piense bajo la luna gris, como cantaba el ratoncito Fievel cuando era muy niña y veía su historia, en un VHS, y todavía lo tenía todo. Tenía la juventud, la vida por delante, la virginidad, la sensación de ser todopoderosa.

Y, sobretodo, tenía la ilusión.-

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