Un error muy común está asociado
con el "estar". La gente tiende a pensar (y me incluyo) que con
enviar un mensaje vía celular o vía red social, se está presente. Las
condolencias, el cumpleaños, el interés políticamente correcto por un examen,
una entrevista laboral, un vínculo amoroso, la salud propia o de un familiar.
Pequeñas palabras que no deberían decirse sin un abrazo de por medio, un mate
caliente, una caminata extensa y cortísima. Aquellas cosas que nos ha
facilitado la tecnología, que a su vez se han llevado la realidad.
A su vez, es común pensar que el
"estar" es solamente físico. Olvidamos, muchas veces, que la
tecnología no es nuestra cárcel, sino una mano amiga, que no envía mediante
ningún emoticón una sonrisa luminosa, pero que reproduce a la perfección la
voz, nos transporta a través del tiempo y las distancias, nos cierra el
estómago.
Aquí elegimos, todos y cada uno
de nosotros, si lo que tenemos, y aún lo que nos falta, nos acercará o nos
alejará.
Acabo de decirle a Matias,
mediante un mensaje de texto, que finalmente se convirtió en aquello a lo que
venía huyéndole: un mero cuerpo en mi cama. Un cuerpo conocido y repetido, como
supe decirle. Un cuerpo que sabe qué me gusta pero ignora lo demás. Matias es,
lamentablemente, muy relajado. Matias puede irse y conectarse a un nivel
envidiable y detestable a su vez, con todo lo demás, olvidándome por completo. Haciéndomelo sentir, al menos. Matias no llama ni escribe, no envía fotos de su
perra ni cuenta donde está. No comparte las cosas que hace, no trasmite si me
quiere o me desea. Nunca está primero, pero allí está puesto. Supo decirme,
hace unos días, que no dejo lugar a las sorpresas. Que en principio escribo,
digo cuánto lo quiero, invito. No voy a negarlo, está absolutamente en lo
cierto. Matias me genera, como pocos, y como todos, un nivel de ansiedad y
malhumor que en principio sólo sentía en su falta, para luego sentirlo incluso,
me animo a decir, cuando lo tengo dentro mío. Sé que no es su culpa, o al menos
no por completo. Pero no puedo evitar
caer en esa calesita donde el punto de referencia desaparece por completo de mi
ángulo de visión, temiendo su desaparición completa, para apenas una vuelta
luego encontrarlo de nuevo, hasta lograr confiarme de su pronta aparición,
incluso cuando yo no lo veo. Lo que sucede con las relaciones es lo mismo que
con los carruseles: frena. Y donde frena, a veces está el otro, felicitándonos
por la sortija, y otras, no hay nadie. Quizás mi error fue subirme a la
calesita hasta los diez años, y tomar esta recreación como una modalidad de
vida y de relación con el otro.
Luego de escribirle a Matias,
quité la batería del celular, y pensé en llamarlo. Luego pensé en escuchar una
canción, que repetí hasta el cansancio, con un ron puro en un vaso de whisky,
con las primeras frases de este escrito resonando en mis sienes, y los dedos
temblorosos y desesperados. Y un cigarrillo, claro.
Creo que Matias no me hace bien.
Exijo algo que no tiene, y el espera algo que no puedo. En un afán por
complacer al otro, estamos dejando de ser, en lugar de dejarnos ser.
Sé que pronto vendrá la
despedida. Vendrá con un pañuelo y un gorro tejido que le presté, las llaves de
casa, y un abrazo con llanto. Y se irá, mientras mire por la ventana su sonrisa
tímida de labios apretados, intentando encontrarme a través de los vidrios
espejados de mi hogar, en San Cristóbal, en una noche fría y con niebla, en mi
ciudad adorada donde el no nació, mientras miro por debajo de la puerta la
rendija de luz, esperando oír sus botas entre estos eternos acordes de cuerdas,
ver su sombra, pero no, la luz se apaga, el vaso se vacía, la hoja se termina.
Y como en todo carrusel
-calesita- la vuelta comienza de nuevo, justito donde terminó.-
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