Hace días que estoy triste. Me
encanta echarle la culpa a los cambios hormonales. Me libera un poco de la
presión. Sin embargo, debo hacerme cargo de lo que realmente me aqueja. Pero
estoy en problemas, cuando no sé que es eso que tanto me angustia.
Anoche exploté. Y como siempre
cuando exploto, lastimo a los que tengo alrededor. Matias está acá, al ladito,
es el primero en ser afectado. Luego siguen mis amigos y amigas, que Dios supo
poner en mi camino. A veces les contesto mal, otras veces cancelo planes
inesperadamente, las más los preocupo o interrumpo a mitad de la noche con
historias a medio contar, descargues kilométricos, conjeturas, análisis
rebuscados e idiotas. Y mi familia, que se preocupa y aparece apenas, para que
yo me escape. Quizás porque es con ellos con quienes me quiebre finalmente que
estoy escapándoles, porque la sociedad espera que una sea fuerte y esté de pie,
y crezca en todo sentido y a cada momento, sea independiente y no necesite de
nada ni de nadie.
Me apena mucho saber que no puedo
dejarme querer. Me cuesta. No entiendo por qué, no sé qué habrá fallado en mi
educación o en mi propio aprender. He gastado miles de pesos y de minutos
tratando de entender y modificar ciertas conductas. Algunas lo he logrado, con
mucho esfuerzo y muchísimo sufrimiento, propio y ajeno. Pero en otras, me
siento tan desorientada como cuando comencé a cuestionarme qué me pasaba.
Se me revuelve el estómago. Me
doy cuenta que estoy enroscada, enroscadísima, y ya no tiene que ver con el
otro, con lo que me da o no. Tiene que ver conmigo. Me pregunto si realmente
querré cambiar, o si me da tanto miedo lo desconocido que cuando estoy yendo
hacia lo nuevo, lo sano, enseguida freno y salgo corriendo hacia el punto de
partida.
Estoy parafraseando, como
siempre. Sin decir nada.
Hace no mucho leí un cuento, el
último de Abelardo Castillo. La que
espera. Habla de una mujer que tiene un hermano, al que dan por muerto.
Ella, durante años, sirve su mesa y tiende su cama y lava su ropa, porque sabía
que estaba vivo. Finalmente, su hermano aparece, y ella lo mata, pues no pudo
salir de su escencia de estar esperando, ahí cuando ya no había nada que
esperar. Una vez muerto, siguió sirviendo su mesa, tendiendo su cama, lavando
su ropa. Esperándolo. La lectura de este cuento me dejó shockeada, porque supe
que era ella. Porque siempre espero algo (alguien) que cuando aparece destruyo
para poder seguir esperándolo. Tengo intenciones de enmarcar ese cuento y
colgarlo en mi casa. Pues soy yo, en otra historia y en otro tiempo.
La respuesta es que espero a
alguien más que no es. Y dándome cuenta de esto, acabo de escribirle un mensaje
a mi papá, quien desterré de mi vida desde mis dieciocho años. Y desde
entonces, recuerdo su teléfono como si fuera mi nombre y apellido.
Necesito saber. Hay cosas que no
sé, y que estoy segura que él si.
Acaba de responder.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario