Hay algunas charlas para las que nunca estás preparada. Esas charlas en las cuales el otro, el interlocutor, te dice tanto. Ese interlocutor al cual le decís tanto a su vez, que al otro día, al querer explicar de qué se habló puntualmente, no podés. Esas charlas donde recordas, penosamente, algunos datos, algunas frases, pero no podés asegurar si esa frase afirmaba o negaba, si avalaba o desmentía, si quería u odiaba. Esas charlas que no entendés, que no podés especificar. Que son como esos sueños que no recordás más que una sensación. Como decir "soñé con vos, pero no sé que pasaba, solo sé que estabas vos". Anoche no soñé nada, pero hablé, y mucho. Una de esas charlas que te revuelven los intestinos, las estructuras, la entereza.

Sábado a la noche. Subí, a las cuatro de la mañana, a un taxi. Venía de cumpleaños, de cincuenta personas apiñadas en un living de Palermo de quince metros cuadrados. De camino a la casa de Platos, porque sí, porque estaba cerca quizás. Porque me estoy acostumbrando a dormir con él día por medio. Porque quería coger, sí. Quería acurrucarme en su axila y despertarme en la otra punta, a las ocho de la mañana, para mirarlo dormir y robarle el alma con los ojos, con la mirada, para luego seguir durmiendo, y despertar nuevamente oyéndolo, desde el otro cuarto, diciéndome "reeeeina, arriiiiiba". Para besarlo y decirle "Chau Platos". Para todo eso, o para nada, llegué a su casa, comiendo un chupetín. Subí. Hola Platos. Y, simplemente, pasó.

Pasó de repente. Tan repentino como un día me entendí en su cama, ayer, me entendí en su balcón, cubierta con un poncho, fumando Phillips y Marlboro, intercaladamente, y con una frecuencia alarmante. Tuvimos una charla, esta, de la que comencé a hablar, que dice todo y que no dice nada. Esas charlas donde sentís que le dejás la puertita que muestra las mas profundas miserias, propias, entreabierta al otro. Para que espíe, claro, pero consiente que, en un descuido, en una brusquedad, puede abrirla, y ver todo eso que tenés adentro. Una charla que, de manera extraña, sentí una charla de despedida. Una charla para la que no estaba, pues nunca se está, preparada.

No puedo decir, insisto, acerca de qué hablamos. De los miedos. De la gente libre que no lo es, que tiene la suficiencia y la inteligencia de hacer pensar a los otros, los de afuera, que sí. De las pérdidas. De los encuentros. De las coincidencias. De la fe. De algo que quisiera reconstruir, algo que me dijo Platos, una frase, o una idea, que desconozco si era tal, o es la que quiero creer que me dijo. Recuerdo, fuertemente, que me dijo que a él lo había enamorado mi cabeza, no mi culo. Recuerdo que me dijo algo del espíritu. Algo de que íbamos al mismo lado por lugares distintos, o al encuentro del mismo deseo.  Algo del espíritu.. ¿quizás, que sentía una conexión desde su espíritu con el mío? 

Nos dormimos juntos. Nos despertamos al rato, al minuto, o a la hora, para coger, a lo oscuro. Para que al rato prenda la luz y nos miremos a los ojos. Desconozco con qué ojos lo miré. Dormimos luego, nuevamente.

Esta mañana, me desperté de mal humor. Sentía todo revuelto, vejado. Aún lo siento. Siento que a esa charla le faltó una lágrima. O algunas, mías. Al mediodía, llegué a mi casa, descompuesta. Intenté, con dificultad, recrear la noche, contándole a mi amiga, mi compañera de casa, lo que había pasado. Ella escuchó con atención mi verborragia, por mucho rato, para concluir, ambas, que no estaba diciéndole nada. Que no podía recrear esa charla, quizás por el cansancio, por estar desprevenida, por venir de cumpleaños y Fernet. Que había soñado con algo pero no me acordaba qué. Hoy, despierta, sobria, en paz, puedo asegurarlo.

Ayer hablamos de algo, con Platos. No me acuerdo qué, pero algo se rompía.-

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