Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes. El despertador suena a las siete de la mañana. Apesadumbrado y adormilado, te levantás, buscás las pantuflas de forma de pié de oso y, lentamente, te dirigís al baño. Hacés pis: si sos mujer, te quedás un rato sentada con los ojos cerrados; si sos hombre, te quedas dormido parado con el ganso en la mano. Te das una despabilante ducha rápida. Vas a la cocina, ponés a calentar el café, y volvés al cuarto. Si sos previsor (yo lo soy), te ponés la ropa que preparaste el día anterior. Si no lo sos, dependiendo el grado de importancia que le des a tu vestimenta, demorás entre dos y diez minutos en vestirte. Vas de nuevo a la cocina. Desayunás tu café con leche con tostadas con queso untable y mermelada de damasco, o con surtido Bagley. Te das cuenta que se hace tarde, apurás el último trago, te lavás los dientes, agarrás mochila o cartera, las llaves, y salís a la calle.

Invierno: la primer sensación es una cachetada que te da el viento frío del sudeste. Verano: el abrazo molesto que te da el 98% de humedad. Caminás rápidamente, Ipod en mano, hasta el transporte público que amerite, y durante los próximos cuarenta minutos te sometés a una sesión de empujones, apoyadas, manoseos, halitosis ajenas y olor a huevo.

Llegás a tu trabajo a las nueve menos cinco. Trabajás de lo que corresponda, con distintos grados de complejidad, vocación y dedicación, hasta las seis de la tarde, hora que salís nuevamente a enfrentarte al transporte público de turno. Nuevamente empujones, apoyadas, manoseos, halitosis ajenas y más que olor a huevo, olor a chivo. Llegás a tu facultad. Económicas, Diseño, Psicología, Clínicas, Ingeniería, Sociales. Te clavás hasta las once de la noche, hora que volvés, quemado, apesadumbrado, desahuciado, a tu casa. Cenás rápidamente mientras mirás algo en la TV, chateás un rato, y te vas a dormir, cerca de la una de la mañana.

Fin de semana. El sábado te la pasás estudiando de día, salís a la noche a conocer alguna minita o chonguito, te agarrás un pedo de Fernet, volvés a las siete de la mañana del domingo. Te levantás al mediodía, almorzás en familia, por la tarde tomás mate con amigas o jugas un fulbito con amigos, y cuando querés acordar.. ¡son las once! Se terminó tu fin de semana.

Esto, lo hacés trescientos cincuenta días al año. Mecánicamente. Rutinariamente. Aburridamente. Cansadamente. Si sos soltero, claro. Si tenés novio, ¿dónde lo metés? Lo arreglás el martes a la noche, que te pase a buscar por la facultad un rato antes, van a tu casa o a la suya a enterrar el pinocho un rato. Te vas a acostar más tarde, así que al otro día vas a estar arruinado. El viernes, van al cine a mirar una película en la cual probablemente se queden dormidos. Seguramente terminen peleándote por alguna boludez. El sábado, la novia hará escándalo en cuanto a la salida del novio (todos lo sabemos), por lo cual se verán de madrugada. Y el domingo a la tardecita, se juntarán nuevamente, a estudiar juntos, merendar en algún lado, o asistir a la reunión familiar de turno.

Tener novio implica, por lo pronto, un extra gasto de dinero y energía en nuestra ya costosa y agotadora vida de empleado, estudiante, amigo, hijo, hermano. Sigo preguntándome qué nos moviliza entonces a seguir buscando compañero, como si no nos sintiésemos lo suficientemente acompañados en esta inmensa y agobiante ciudad.

Tal vez la inmensidad solo nos haga sentir más solos. ¿Será?

2 comentarios:

  1. y cuando haces las cosas de morfo?? :P
    igualmente creo que hay un error...no es una gasto extra de dinero tener novio...hay algunos que te invitan... :P. Muy bueno Zahi! Besoo!

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